Ernesto Hernández Norzagaray
Había pasado el fin de semana en casa leyendo y viendo televisión para enterarme sobre la propagación de coronavirus por el mundo y sentía un cierto malestar ante lo cierto de la pandemia. Me conmovieron las imágenes que llegaban desde el norte de la Italia de Lorenzo de Medici, Miguel Angel, Leonardo Da Vinci y Botticelli y más el extraordinario civismo español. Así que, cayendo la tarde del pasado domingo, decidí abandonar mi cautiverio para caminar hasta el Paseo de Olas Altas. Ahí, desde donde se ven quizá los atardeceres más espectaculares del noroeste del país y para mi expectativa, encontré una multitud a la que le valían madre las noticias y los mensajes que ya se emitían para evitar las concentraciones humanas.
Los restaurantes y bares estaban repletos de gente disfrutando del alcohol y los ceviches, respirando el ego que despide quien viaja en un caballo de acero y trae montada una chica de buen ver con el cabello suelto. La cerveza y los tragos circulaban a discreción entre hombres y mujeres con una estética easy rider tardío para el gusto de la caja registradora del buen Chalio Zamudio y no menos para el Beto Osuna.
Caminé por estos bebederos con el fin de alcanzar un mejor lugar para ver el atardecer que adelantaba unas volutas vaporosas con distintas tonalidades grises. Allá donde está la estatua de Fernando Valadez con su piano encontré un vacío que me alejó un poco de la multitud. Al fin respiraba algo de aire fresco en medio de los gases y ruido de las motocicletas con las que sus dueños hacían piruetas ante la algarabía de la concurrencia.
Los gritos de emoción no evitaron que se desplegara la magia de la conversión de esos grises en un amarillo que se extendía conforme se disolvían las volutas en el horizonte. El sol fue cayendo hasta el último rayo, el mítico rayo verde, al que vienen a buscar muchos cazadores de atardeceres que luego vemos en el muro de Cielotipía que administra José Ángel Leyva, el celebrado poeta durangureño.
En esas estaba cuando me cayó un indispensable de Olas Altas con bote de Modelo en mano. ¿Qué haces? me interrogó como un balazo. Aquí visitando a don Fernando Valadez, escuchando cómo le canta al mar y a sus atardeceres, pero las motos con su ruido lo distraen y mejor se ha quedado estático. Cómo una estatua. Ja-ja respondió escandaloso. ¿Qué te fumaste? Nada, sólo bebí dos tragos de vino antes de salir de casa. Volvió a reír con estruendo salpicando a Don Fernando. ¡Uta madre! y yo en aislamiento. Nos despedimos y me enfilé hacia la pendiente del Paseo del Centenario desde donde divisé el último destello de ese atardecer esplendoroso.
Bajé por una callejuela vacía que sale a la antigua Aduana, hoy convertida en oficinas del SAT. Miré de soslayo lo que fue la mítica cantina “El Avante” que un día se incendió y, con ello, se acabó el más tradicional de los bebederos del puerto viejo. Ya alejado del ruido fui caminando por las calles estrechas del Centro Histórico disfrutando la perspectiva de sus edificios decimonónicos que se han conservado en beneficio de la ciudad.
Al caminar por estas banquetas angostas recordé dos pasajes tristes de la historia de Mazatlán vinculados con las epidemias: En agosto de 1883 una epidemia de fiebre amarilla diezmó su población y también a Angela Peralta, la cantante de ópera mejor conocida como el Ruiseñor Mexicano, y a varios miembros de su séquito musical, quedando como recuerdo de su llegada un lienzo bellísimo de Antonio López Saénz, el gran pintor figurativo y nostálgico de este puerto del Pacífico.
Veinte años después se produjo una nueva tragedia con el estallido de la peste bubónica que costó, nos dicen algunos historiadores, la vida de alrededor de 3,000 mazatlecos, muy significativo considerando que la población apenas superaba los 15 mil habitantes. Imagine lo que se vivió en aquellos meses aciagos del puerto. La desazón y el miedo ante lo impredecible e incontenible. Sin drenaje, ni servicios sanitarios, menos hospitales suficientes, era un campo propicio para que se extendiera rápidamente la peste. La gente se encerró como algunos en sus casas esperando que pase el vendaval de la epidemia.
Hay imágenes de la época con carretones que cargaban cadáveres hacia lugares despejados donde se enterraban o se incineraban para espantar el mal. De esto hoy nadie se acuerda o lo remite a un asunto de historia, de esas a las que nadie le importa porque es pasado, materia de olvido, porque lo que importa es la relajación ante un mundo que no deja de dar latigazos de estrés y entonces lo que importa es la fiesta, el escape, y cualquier motivo es bueno. Y así llega el virus asesino, dirán algunos, entre ellos el Alcalde, habrá que empezar a preocuparse y ocuparse. En tanto que sigan los motociclistas con sus piruetas, el estruendo y la risa loca, pues también la tendremos en la Semana de Pascua, claro si no se impone la urgencia o la cordura.
En definitiva, mientras esto ocurre en el mundo y se empiezan a sumar nuevos casos del virus las medidas locales parecen no tener la contundencia que amerita el caso y es que las autoridades no parecen leer los mensajes que llegan desde la OMS o desde otros países pero, sobre todo, algo más doméstico, la cancelación de los cruceros estadounidenses que atraviesan las costas del Océano Pacífico, y de reservaciones o que algunos colegios privados hayan adelantado las vacaciones para evitar los contagios mientras las escuelas públicas mantenían hasta ayer a los niños y jóvenes en sus instalaciones.
Entre aquellas epidemias que asolaron el puerto y la que hoy nos amenaza, hay algo alentador, los siempre bellos atardeceres que en estos días han sido especialmente espectaculares para el gozo de la vida a despecho de los siempre insensatos.
Al tiempo.