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Opinión

Contagio en las Alturas

León García Soler

A la Mitad del Foro

Pandemia y puertas cerradas al exterior. Cuestión del miedo y la anticipación del pánico. Pero también, atención al asilamiento social recomendado por los científicos: permanecer en casa. Y que impone a los poderes del estado y de facto el inevitable costo de la recesión global que se adelanta al ensayar propuestas de remedios al porvenir que ya está en el mundo entero. Lo mejor y lo peor de la especie humana afloran. Y en plena feria del “pueblo bueno” asistimos los mexicanos a la estulticia de vecinos que atacan a los trabajadores de la Salud Pública, “porque nos pueden contagiar”.

Ante violencia y vileza como ésta resurge el valor y valer del Estado. Fuera del cual, decía Hobbes, la vida del hombre es miserable, violenta, ignorante y pobre. ¿Cómo aceptar que los habitantes de edificio departamental en la presuntamente moderna, progresista y tolerante CDMX, impidan el paso a una enfermera vecina; le nieguen acceso al edificio y si ya está dentro, el uso del elevador. Y que en la tierra de Zapata, vecinos de un pueblo aledaño a la capital del estado de la República que lleva el nombre de José María Morelos, del guerrero y estadista que nos legara Los Sentimientos de la Nación, amenacen incendiar el hospital público porque ahí atenderían a enfermos del Covid-19.

Padecemos de corta memoria. En la docena funeraria del priato que, según los panistas y los porristas, llevaba setenta años en el poder, surgieron docenas de linchamientos en todo el país. A las puertas del todavía Distrito Federal, los pobladores ataron a un paisano acusado de haberse robado bienes de la iglesia del pueblo; lo mataron a golpes y quemaron ahí mismo su cadáver. Los medios de opinión informaron y añadieron el número de linchamientos cometidos en los años iniciales del tercer milenio y del sufragio efectivo. Ni uno había llegado a sentencia de un juez de lo penal. Y se prolongó el crimen colectivo hasta superar al número de linchamientos en el muy democrático vecino del Norte tras la liberación decretada por Abraham Lincoln.

Corta y triste memoria. Andrés Manuel López Obrador despachaba como jefe de gobierno del Distrito Federal, cuando se produjo aquel linchamiento en al atrio de la iglesia. Camino a Damasco, el tabasqueño declaró a propios y extraños que no se debería intervenir en los “usos y costumbres del pueblo”. Y ahora preside la Cuarta Transformación, atento siempre al llamado de, “por el bien de todos, primero los pobres.” Sea. Aunque los reaccionarios de hoy, elevados al rango de “conservadores”, hayan pasado de la democrática tolerancia a una abierta rebelión que los honraría si se declarara oposición ideológica. Más allá de la neblina que oscurece las diferencias de fondo entre “el neoliberalismo” cuya muerte decretó el que declara creer en la disciplina fiscal y estar resuelto a no aumentar los impuestos.

Ya nadie pregunta si tampoco a los de mero arriba, donde se acumula la riqueza hasta hacer imposible que los de abajo alcancen siquiera a tener lo que se comprometió a darles López Obrador. Nadie niega las buenas intenciones del hombre que confirma cada mañana que a él no le interesan el poder y el dinero, sino el servicio público a favor de los pobres, y la convicción de que el mal se combate con el bien. Pero nadie imaginó que en los momentos más duros del gobierno para los pobres concertado con los dueños del dinero, iba a llegar una pandemia infernal que, para colmo de males, abatiría la soberbia nativista del mercader Trump y haría de los Estados Unidos el foco mismo del ataque viral y de la crisis económica que podría superar a la Gran Depresión de la década de los años treinta.

Acá de este lado, ya estamos pagando los adelantos. Mal haríamos en culpar de todo mal a quien nos mostró las estampitas del Sagrado Corazón de Jesús que son su defensa ante enemigos materiales y males virales. Lo del coronavirus mostró el desastre físico y administrativo del sistema de Salud. Pero la corta memoria alcanza a ver el desastre habido con el desabasto de medicinas y los ceses y reacomodos que redujeron a nada a los centros hospitalarios de especialidades que fueran orgullo del moderno Estado mexicano. Estas ruinas que ves, fueron monumentos al servicio social a cargo del Estado. Y la visión del horizonte, con la mirada en lo alto.

Ni modo. Vino la pandemia y ya estábamos en pleno desmantelamiento de toda institución ajena a la visión del 4T. Fideicomisos entre los que había raterías y fueron tirados al fuego con el resto de apoyos a la cultura. Sin exceptuar a la antropología e historia tan loadas por el dirigente transformador. Hubo, hay, críticos tan bien informados como intencionados. Nadie invoca la ausencia de la cura de hierbas y la ceremonia de hinojos ante la Madre Tierra, porque el turno llegó cuando estábamos en el aislamiento social y el Presidente López Obrador habló a la Nación en la inmensidad del Patio del Palacio Nacional. Y en una amarga soledad que sirvió a los que él llama sus adversarios, para enfocar la atención a la pequeñez de la figura, que desde luego, declararon ser de la persona.

No tiene remiendo el desgarramiento de la bandera de unidad protocolaria de los patrones y dueños del capital con el dirigente de la Cuarta Transformación. De Izquierda, decían que era. Luego vendría el bautizo de populista. Y ahora, el vacío. Todo es, todo puede ser el populismo, salvo una ideología. Lo más cercano está en la obsesión de rechazar al Estado, de negarle valor positivo alguno, de etiquetarlo con la marca de Caín. Y destruirlo para dar paso al libre mercado, que nada tiene de libre; así como nada tiene de liberal el neoliberalismo. Sea lo que fuere, se acabó el compadrazgo. Pero no la unidad de propósitos.

Así se reunieron en el Palacio Nacional Carlos Slim, Alberto Bailleres y Germán Larrea. Y el inquilino pregonó que los tres más ricos estaban dispuestos a invertir miles de millones de pesos en México. Y mientras crecía el número de infectados y de muertos, la voz mañanera volvió al tema y negó que pactaría acuerdo alguno con los empresarios: Nada de darles para socializar las deudas. Y se acabó el intercambio de caravanas. Esto va tronar, dijeron; y aparecieron las empresas pequeñas y medias en su proyecto de remedios para la ineludible recesión económica, potencialmente tan grave como la Gran Depresión de los años treinta del siglo XX.

La necesidad de equipos médicos obligó a invocar la amistad de López Obrador y Trump. Este, en más de medio centenar de ocasiones hizo pública su gratitud, amistad y admiración por The Mexican President. Ahora es turno del que destacó miles de tropas de la Guardia Nacional para evitar que llegaran a la frontera Norte los migrantes de Centro América y el resto de expulsores de población en busca de empleo y mejor vida. Con el canciller Marcelo Ebrard como conducto y traductor, AMLO pidió a Trump unos ventiladores para salvar vidas. Y Trump respondió que le “daría” mil y en cuanto resolviera los trámites habría más; que México “pagaría” oportunamente.

No hay suficientes aparatos “ventiladores” en el mercado. Los que hay sirven a Trump para presionar camino al final del aislamiento y la apertura de la enorme nación a una vida nueva y desconocida. Y a las elecciones que lo exhiben ya como fascistoide, dueño del púlpito de Roosevelt el viejo; del poder para movilizar a las masas de desposeídos, al ejercito de desempleados a los que ya se sumaron más de veinte millones a golpes del Covid-19.

Ah, pero a un amigo hay que reconocer los favores recibidos, o hasta los solicitados si es poderoso. Y en vísperas de abandonar el aislamiento social, anuncia el Presidente Andrés López Obrador que ya hablaron con míster Trump y se programa una reunión de amigos en la que el creyente en los abrazos le agradecerá al que ha reactivado la maquinaria expulsora de “ilegales”, la gentileza de conseguirle unos ventiladores.

Lástima que ante el Armagedón se haya desatado el desacuerdo de López Obrador y los gobernadores provenientes de los restos del sistema plural de partidos. Ya no se sabe si podríamos decir ante la tormenta que viene, así no sea nuclear: “Yo me voy pa’ Mérida.”

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