Mauricio Farah*
Sólo en una sociedad con graves carencias solidarias y de conciencia es necesario que en los espacios públicos los profesionales de la salud escondan sus uniformes u oculten a qué se dedican para evitar insultos y agresiones.
Ahora que estos ruines ataques son aislados hay que detenerlos. No debemos permitir que se hagan comunes y menos que se normalicen. Son inadmisibles. Lo son siempre, pero ahora más que nunca, en la delicada situación en la que nos encontramos por la pandemia y cuando en México y el mundo hay ejércitos de mujeres y de hombres dedicados a salvaguardar la salud y la vida de personas que no conocen. Lo hacen, lo sabemos, frente a un enemigo invisible y poniendo en riesgo su propia seguridad e incluso su vida.
Estos profesionales trabajan jornadas extremadamente demandantes, generalmente largas y frente a un peligro latente porque su trabajo implica una alta posibilidad de contagio.
Mientras nosotros podemos mantener una distancia de al menos metro y medio respecto de otras personas, los médicos revisan a sus pacientes a 20 centímetros, incluso en casos confirmados y algunos graves. Además, muchas veces lo hacen sin la protección adecuada porque tanto si hay como si no hay mascarillas u otros equipos de seguridad ellos hacen el trabajo porque éste es, siempre, inaplazable.
Al lado del personal médico laboran también personas con responsabilidades administrativas, de limpieza, mantenimiento y vigilancia, entre otras funciones, quienes arriesgan su salud y vida tanto como médic@s y enfermer@s.
Todas y todos sólo tienen el objetivo de contribuir a salvar vidas, por lo que sufren el fallecimiento de un paciente tanto como celebran la recuperación de otro, identificados como están con cada uno de ellos.
El estrés al que están sometidos es inimaginable para quienes no tenemos su responsabilidad. Este ejército de profesionales de la salud y quienes con ellos trabajan son sin duda los héroes y heroínas de esta batalla, tan compleja, tan enorme y tan grave.
Más allá de sus presiones laborales, enfrentan condiciones difíciles en su vida personal. Algunos deciden no regresar a su casa durante sus horas de descanso para no exponer al contagio a su familia, y otros regresan, agotados, extremando precauciones. Por todo ello sorprende e indigna que personas sin la más elemental conciencia agredan a quienes portan uniformes médicos u hospitalarios.
Se suceden los casos: médicos hostigados para que se alejen, enfermeras rociadas con cloro y bajadas por la fuerza del transporte público. A unos les niegan el arrendamiento de un departamento, a otros los discriminan en una tienda y a otros se les aparta con miedo, desagrado o rechazo. Increíble: a quienes luchan por la vida de todos se les ve como enemigos o como personas peligrosas. El símil a la inversa evidencia el absurdo: si médic@s y enfermer@s reaccionaran así ante sus pacientes, no habría nadie que auxiliara a los enfermos. No habría esperanza ni salud restaurada ni vidas rescatadas.
En Oaxaca se han hecho reformas para castigar con cárcel hasta por seis años a quienes agredan a personal médico. No deberíamos llegar ello, pero hagamos lo que sea necesario para contener la barbarie, que revela ignorancia y mezquindad. Que se proceda, pues, con toda la fuerza de la ley y se sancione a los agresores para que estos hechos no vuelvan a repetirse.
Lo que corresponde es justamente la actitud opuesta: el reconocimiento y la gratitud a los cientos de miles de médic@s y enfermer@s, héroes y heroínas en este momento trascendente de la vida de México. No hay nadie que corra tanto peligro como ellas y ellos, y que haga tanto y dé tanto por nosotros en este tiempo.
Honremos y respaldemos a todas y todos los profesionales de la salud, especialmente defendiéndolos de insultos y agresiones y dotándolos de todo lo que necesitan para su protección y para proporcionar sus servicios.
*Secretario General de Servicios Administrativos del Senado y especialista en derechos humanos