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Opinión

Que los muertos entierren a sus muertos

León García Soler

A la Mitad del Foro

¿De dónde sacaría el poblano Barbosa la barrabasada de afirmar que en México “los pobres somos inmunes” a la pandemia del coronavirus? Hay tanto muerto enterrado en fosas comunes a lo largo del territorio nacional que el flamante dueño de la “Casa del León Rojo” pudo simular que la Cuarta Transformación es espejo curvo de la era en que Maximino Avila Camacho enviaba mensajes a los dueños de algún rancho ambicionado: “Dice mi general que si le escritura usted las tierras, o su viuda.”

Mala hora ésta para separar los cadáveres de los ricos de los de los pobres. Llegó Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia de la República entre ritos funerarios por el sistema plural de partidos y la búsqueda de los desaparecidos en tierras brutas; en algunos casos, en fosas comunes en las que autoridades estatales arrojaban los restos de desconocidos, sin molestarse siquiera en enlistarlos, darles un número, una identificación simple para guiar a los miles de familiares y amigos que buscaban a los suyos. En Morelos, antes de abandonar el poder, Graco Ramírez designó a dos fiscales y éstos fueron enterradores de la verdad y las esperanzas de miles de mexicanos víctimas de la violencia que todavía hoy comete un homicidio cada quince minutos.

El gobierno lleva la cuenta de los cadáveres y dedica espacio especial al procedimiento que los ubica en columnas especialmente designadas para llevar la cuenta de presuntos homicidios, feminicidios, desaparecidos, desconocidos levantados de lo que llamamos elegantemente, vida de calle. Atención. Este desesperado intento por saber quién lleva la cuenta de los muertos no forma parte del combate imaginario de los leales que insisten en que “es un honor, estar con Obrador” y sus adversarios, señalados conspiradores, cotidianamente autores de un “golpe de estado blando” y promotores de un golpe de Estado violento, con presunto apoyo de alguna embajada y abierta campaña que convoca a sacar a López Obrador del Palacio Nacional.

Las razones son varias. Ante todo, enfrentar la terca realidad, que es mucho más terca de lo que presume ser el tenaz Andrés Manuel de la tierra de Garrido Canabal. El país estaba al borde del desastre económico, atrapado por los grupos del crimen organizado que disputan violentamente el control del mercado; inevitablemente el espacio y poder en el vacío generado por la ausencia del imperio de la ley en regiones cada vez mayores de la república. Y ahí topamos con la inesperada suma de la pandemia del coronavirus y la persistente matanza de lo que Felipe Calderón llamó guerra, a la que López Obrador se negó a combatir con la violencia armada y legal del Estado Mexicano.

Ni hablar de complicidades a estas alturas de la mortandad y con la economía entre parálisis y recesión, con el rumbo ineludible de una crisis tan grave como la de los años treinta del siglo pasado. El llamado a saber quién cuenta a los muertos hoy y cómo separarlos de las clasificaciones elaboradas por científicos, de cuyos conocimientos pocos dudan todavía; de estadísticas hieráticas que suman muertos con enfermos recuperados del mal; o peor todavía, de la exclusión de las listas de aquellos fallecidos fuera del ámbito de hospitales y especialidades de combate al Covid-9. En los Estados Unidos han encontrado multitudes de viejos muertos en asilos, lejos de los “ventiladores” que Donald Trump ya presume se producen por millones en los USA.

En qué asilos encontraremos a los viejos mexicanos que reciben ayuda económica del gobierno, pero permanecen en casa con las familias amorosas de solidaridad humanitaria. Son de viejas raíces, de las culturas milenarias cuya fortaleza y bondades rescata Andrés Manuel López Obrador en sus prédicas matutinas y en la secuencia sin fin de lo que es “el pueblo bueno”. Sea. Pero la terca realidad los tiene atados a la pobreza extrema, sin excluir a los muchos que ya reciben directamente, sin intermediarios, ayuda económica de supervivencia. No tengo idea de quién lleva la cuenta de los muertos en la calle, dónde viven, dónde sobreviven, tantos ancianos que ni siquiera tendrán registro en algún asilo.

¿Quién es el verdadero enemigo?, pregunta Robert Fisk en su artículo del Independent (La Jornada, sábado 25 de abril de 2020). Empieza por hablar de la recuperación de Boris Johnson: “...me alegra que regresara del valle de las sombras. Pero es demasiado escucharlo agradecer a los Servicios Nacionales de Salud por su vida, cuando su gobierno no puede proporcionarles la protección que necesitan para atender a los enfermos. O ni siquiera ofrecer a su propio pueblo la verdad acerca de cuántas personas han muerto, están muriendo o morirán.” Y tras exponer la labor de los médicos, médicas, trabajadores de la salud y la resistencia inicial del gobierno a permitirles hablar a los medios, amenaza que “tuvo la prudencia de abandonar”, concluye:

“Porque basta escuchar unos minutos a esos hombres y mujeres, médicos, enfermeros, personal de ambulancias y asilos para que cualquiera entienda de qué se trata realmente la “guerra” contra el coronavirus. Se trata de humanidad y compasión en medio de la muerte, algo que los partidarios del Brexit y sus ideólogos en Downing Street no entienden ni pueden entender. Después de todo, son los hombres y mujeres a quienes dejaron sin equipo de protección suficiente por sus recortes de costos”.

Y ahí topo con la terca realidad que me grita: Dónde está la diferencia entre los recortes de costos del viejo imperio y los que se prolongan ahora entre nosotros, en el primer año de la era nueva y la apertura de la Cuarta Transformación. Podríamos posponer la exigencia de respuesta a la pregunta sobre quién cuenta a los muertos y cómo pone y quita cifras de las columnas, con argumentos matemáticamente válidos, pero falsos mientras usa métodos mixtos o inexplicables, no sólo para legos, sino para todo ser humano que haya visto un cadáver. Pero no se trata de echar leña al fuego encendido contra el subsecretario elevado a rango estelar de la comunicación. Se trata de pedir cuentas al titular del Ejecutivo y los legisladores que bailan como los polkos del 47 ante el desastre de la crisis económica que ya está aquí.

De las voces escuchadas en sus primeros pasos por el laberinto de la política, Andrés Manuel se aferra con buenas razones y seguramente mejores intenciones, al grito de “por el bien de todos, los pobres primero”. Y las acusaciones de populista al candidato son tan ociosas, tan inútiles, como las sentencias a muerte dictadas por decreto al agónico neoliberalismo. Los hechos, los resultados, para los que no hay, no puede haber otras cuentas, arrastraron al radical López Obrador a emular a los cangrejos a los que cantara Guillermo Prieto en las horas trágicas de la invasión yanqui: “Cangrejos a compás/marchemos para atrás.”

Tenemos un peso duro, repitió López Obrador hasta que la moneda se devaluó, fatalmente, a pesar del sistema de libre flotación establecido por la banca central. Vamos a rescatar a Pemex y a construir una gran refinería en Dos Bocas, Tabasco, para dejar de importar gasolinas, que con la producción de las seis que tenemos en el abandono. Y, todavía después del juego de póker perdido ante los sauditas de altos ficheros, festejamos el “apoyo” recibido del amigo Donald Trump, quien anticipó que ya le pagaríamos los mexicanos. Y la cotización del crudo mexicano se desplomó 116.5 por ciento y para llegar a -2.37 por barril, primera vez en la historia en que los precios cayeron a números negativos. Ni una palabra sobre la actuación de la secretaria de Energía, Rocío Nahle. Octavio Romero Oropeza, director de Pemex, no habla.

Ante la firmeza con la que se aferra AMLO a su programa original y al inamovible proyecto de política social y obras de infraestructura en tierras del Sur-Sureste, la Secretaría de Hacienda ajustó las cuentas y el Presupuesto aprobado por la Cámara de Diputados fue devuelto a los de San Lázaro que están en casa, en cuarentena. Si el Presidente convoca, informalmente porque ha de saber el mexicano de a pie que ya no es como antes: los de Morena no son cómo los del priato tardío, éstos acuden, aprueban y aplauden; con la ventaja de señalar con índice de fuego a las oposiciones que ya ni eso son. Tenemos dinero, afirman los que despachan en el Palacio Nacional. Cambien lo ya aprobado y ya.

Siempre hay una mosca en la sopa. El poder de la Bolsa es del Congreso, el del Gasto Público, pues, de la Cámara de Diputados. Nada de qué preocuparse. La Secretaría de Economía les adelantó que no habrá reducción del 25% a los salarios de altos funcionarios, porque no lo permite la ley; pero los asalariados sí pueden hacer libremente la generosa donación de sus dietas que indica la iniciativa del Primer mandatario. Y Ricardo Monreal sube el tono senatorial para asegurar que la ley está por encima de cualquier decreto. Siempre hay modos de invocar otras cuentas.

Nos queda a los mexicanos del común quedarnos en casa y esperar que hagan las cuentas de los muertos habidos en la pandemia. Y que alguien sepa dónde estaban las cuentas que permiten insistir en que no importa no lograr el crecimiento; que el desarrollo es manipulación de truhanes. Al fin y al cabo, la crisis económica que llega amenaza ser más grave, más grande, más destructora que la crisis sanitaria del coronavirus. Y ahora sí, el dichoso nuevo mundo será como “el cuento narrado por un idiota”. Con el perdón de William Faulkner, el visionario que supo vivir en un burdel y crear obras de arte en el silencio del día.

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