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Opinión

Jorge Cortés Ancona

Este mes de mayo se cumple el centenario del fallecimiento de Venustiano Carranza, muerto en un cobarde atentado mientras dormía en un caserío rural poblano en su huida hacia Veracruz para buscar refugio con miras a establecer ahí su gobierno. Sin embargo, a pesar del papel clave que este político coahuilense jugó en la Revolución Mexicana no parece haberse preparado una conmemoración mayor que la acostumbrada anualmente.

Gracias a su voluntad y determinación se pudo derribar la dictadura de Victoriano Huerta, a pesar de no poder contar con otros gobernadores también opositores al régimen espurio y que fueron asesinados como Abraham González, de Chihuahua, o encarcelados como el Dr. Rafael Cepeda, de San Luis Potosí, y Alberto Fuentes Dávila, de Aguascalientes.

De no mediar la voluntad de Carranza, tanto Sonora como la región que dominaba Emiliano Zapata hubieran quedado como dos islas en el contaminado mar de la dictadura huertista. Algo tiene de épica su ida desde Torreón, cruzando el desierto chihuahuense con 150 hombres, hasta el Norte de Sinaloa, donde lo esperaba Alvaro Obregón, designado para recibirlo y acompañarlo hasta Hermosillo para entrevistarse con el gobernador sonorense José María Maytorena.

Buena suerte la de Obregón, de estar en el lugar más cercano para desde ese momento ganarse la confianza de don Venustiano, ventaja que no les cupo ni a Plutarco Elías Calles ni a Salvador Alvarado que estaban cumpliendo funciones militares en la zona fronteriza.

Esa voluntad férrea de combatir a Huerta marcó un destino en la lucha revolucionaria y junto con las tropas que encabezaban los sonorenses, Pancho Villa y, resignadamente para ellos, Emiliano Zapata pudieron derrocar el régimen más vergonzoso de la historia del México Independiente.

También a Carranza se le vincula con la convocatoria al Congreso Constituyente para elaborar una nueva Carta Magna, nuestra vigente Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, y fue el primer presidente elegido bajo sus normas.

La tendencia de los historiadores es a reconocer su honestidad en el manejo de los recursos públicos. También a reconocer el riesgo de que el país cayera en un militarismo contrario a la democracia, hecho que le llevó a apoyar como su sucesor a un civil, aunque sonorense, pero a fin de cuentas civil: el ingeniero Ignacio Bonillas, decisión que terminó conduciéndolo a su desgraciado final.

Una razón de que a pesar de haber sido uno de los mayores caudillos de la Revolución Mexicana, incluso durante varios años el de mayor jerarquía como Primer Jefe del Ejército Constitucionalista y luego como presidente de la República, es su ideología conservadora, atada todavía a ideas dominantes durante el Porfiriato.

Dentro de ese conjunto que va desde Francisco I. Madero hasta Lázaro Cárdenas, es el más conservador de todos. Pero a pesar de ello, debe reconocérsele su valentía, su capacidad de decisión, su amor a México. Pudo haberse quedado en una posición confortable como gobernador de Coahuila, pero prefirió enfrentar a un régimen que dominaba casi todo el país y que contaba con un vasto ejército profesional, arriesgándose a combatirlo con tropas de voluntarios y tan sólo con el apoyo pleno de otro gobernador y de algunos líderes regionales.

Su imagen ha llegado hasta nosotros más que nada por su aspecto de viejo patriarca bíblico. Hombre corpulento, de estatura dominante, de largas barbas decimonónicas, siempre vestido con sencillez pero impecable, lector asiduo de la historia de México y de la universal, de temple recio, seco de carácter, parco en palabras, con todo, uno de los políticos más nobles de México. Como tampoco debió ocurrir con Madero, no merecía morir de una manera tan artera y traicionera.

Su vida y su muerte han sido objeto de destacables textos narrativos. Es un personaje de la Historia pero también de la Literatura.

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