Opinión

Es rudo el confinamiento, pero en la vida hay muchas cosas que se viven de manera tortuosa sin que nos demos cuenta. Una buena amiga me preguntó alguna vez si no concursaría por alguna plaza cuando se abrió la convocatoria específica; yo le contesté que no, que uno de los aspectos atractivos de mi vida laboral es saber que estoy de paso, que, si estoy satisfecho, buscaré quedarme donde estoy y si no, podré irme a otro lado.

Sé que no me queda mucho tiempo de vida profesional y que algunas puertas se están cerrando para mí; tengo incertidumbre, pero no tengo miedo. La vida me saca a patadas de algunos lugares sólo para hacerme crecer en todos los sentidos y esta vez no será la excepción. No me hubiera gustado firmar una sentencia para trabajar treinta años o más en un lugar que bien podría ser una cárcel sin rejas (los diecisiete años que llevo laborando como catedrático en una universidad privada están llegando a su término: he batido mi récord). Como quiera, tampoco pierdo de vista las desventajas de mi elección: no tendré un ingreso que garantice en parte mi vejez y, en todo caso, éste será exiguo. Mas a los poetas el diablo siempre nos auxilia.

Miro alrededor de mí: los norteamericanos ya no quieren saber nada más de la pandemia y ponen por encima de ello su individualismo y su idea a veces un tanto ramplona de la libertad. En nuestro país, muchos alertan sobre el autoritarismo de algunas de las medidas tomadas por las diversas escalas de gobierno y en ello se alerta una amenaza que bien pudiera ser razonable, pero que habría que ponderar desde la perspectiva de la necesidad (en todo caso, considero que, en algún sentido, las restricciones estarían plenamente justificadas por la emergencia, e incluso me parecen muy tibias si tomamos en cuenta que una parte importante de la ciudadanía no ha sido solidaria con este problema).

La paradoja es que nos hemos vuelto esclavos de nuestra libertad y ello debe necesariamente obligarnos a una reflexión impostergable.

La libertad es un valor burgués (con las virtudes y defectos que ello supone); la trampa está en el hecho de que ese valor se ha mostrado ante nuestra conciencia como una especie de valor transhistórico. Pero si nos asomamos a épocas anteriores a la economía de mercado, encontraremos que esto no es así (al final de la era feudal, los señoríos liberaban a sus siervos por no poder mantenerlos y éstos, lejos de sentirse felices por ello, se ofrecían como esclavos con tal de no salir del feudo; el valor del arraigo –más el miedo a lo desconocido– condicionaban esa decisión).

Miro a mi alrededor: decenas de personas hacen una larga fila para comprar hamburguesas a sus hijos en el Día del Niño (algunos días después se disparó el número de contagios en Yucatán), lo mismo sucedió en una tienda de autoservicio el día anterior al festejo de las madres y las consecuencias se verán en los próximos cinco o seis días; ante la inconciencia parece haber muy poco margen de maniobra fuera de la restricción.

Lo que aparece aquí es que todas nuestras libertades tienden a resumirse en la libertad de consumir y ello nos permite ver que parece poco razonable el miedo de muchos a que las medidas sanitarias restrinjan nuestros derechos: la libertad se conquista (como decía Canek en la novela de Abreu Gómez) en la conciencia. La actitud inconciente de quienes se hacinan para el consumo no nos permite sancionar en ello un acto libre y, siendo radicales, sí una acción con un fondo absolutamente anti-social.

Vuelvo a mirar alrededor de mí: una mujer llora la muerte de su hija; otra se llena de angustia porque su esposo está contagiado. La muerte es definitiva; la libertad, no.

Si a ambas mujeres les pudiéramos preguntar qué escogerían, seguramente elegirían no haberse esclavizado a una libertad tramposa, es decir, a una libertad que no nos obsequiamos nosotros, a una libertad llena de nuestros peores prejuicios y de toda la cursilería y futilidad con que funciona la sociedad del consumo.

Si a ambas mujeres les pudiéramos preguntar qué hubieran preferido entre la restricción de sus derechos y la vida de un ser querido, seguramente escogerían lo segundo.

La libertad es un bien recuperable, la vida, no.