Opinión

Un refugio al aire libre

Iván de la Nuez

Al menor atisbo de aflojar la cuarentena, en la mayoría de los países la gente se ha echado a la calle desesperadamente. ¿Distancia prudencial? ¿Perros bien amarrados? ¿Responsabilidad ciudadana para evitar un rebrote de la pandemia?

Nada de eso.

Los supervivientes han dado por bueno haberse librado del virus. Pensando, tal vez, que mañana será otro día. Ahí están los ejemplos del Central Park de Nueva York, o de la Plaza San Marcos en Venecia, o de la costa mediterránea, o de la ciudad de Sao Paulo…

Como si todos saliéramos de una opresión doméstica a la que no estábamos acostumbrados para lanzarnos a una intemperie que ya teníamos inyectada en vena. Mejor la intemperie conocida que el hogar por conocer.

Así pues, han tenido lugar fiestas improvisadas, celebraciones impensables, botellones instantáneos. Si la casa se había convertido en el ámbito del trabajo, el espacio abierto ha aparecido como el lugar del ocio. Si el confinamiento era el territorio de la disciplina, la intemperie se nos ha presentado como el lugar del caos. Si la reclusión se proponía como el lugar del acatamiento, la calle ha pasado a ser el lugar de la disidencia. Si en el hogar cumplíamos con el deber, fuera de éste habita el sitio del placer.

Este comportamiento le da la razón a los escépticos de la reclusión, pero también a aquellos que se tienen que ganar el pan arriesgando su vida, con y sin pandemia, una jornada tras otra.

No parece que la humanidad llegue a un acuerdo sobre lo que ha sucedido, ni tampoco de cuál es la mejor manera de dejar atrás este horror, al menos con alguna garantía de estar a salvo de otra emergencia como ésta.

Mañana, que sea lo que Dios quiera. Este parece ser el estribillo que late en el subconsciente mientras nos lanzamos, otra vez, a jugar a la ruleta rusa de una supervivencia cotidiana que la pandemia no mejorará ni cambiará.