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Opinión

Nueva Mortalidad

Bien la designó el Secretario de Salud, Jorge Alcocer, hace unas semanas en la conferencia mañanera, en un lapsus que, como todos los lapsus, deja escapar la verdad involuntariamente: el error parece una confusión de palabras, pero en realidad es una forma, involuntaria, de acierto: arroja mucha luz sobre lo que el consciente reprime como una verdad. Así, lo que debía de ser la “nueva normalidad”, acabó convertida en la “nueva mortalidad”, en el anuncio oficial del nuevo tiempo que estamos viviendo. Como hemos podido ver, la expresión no puede ser más precisa y verdadera. La palabra “mortalidad” en lugar de “normalidad” revela la crudeza de la situación que estamos viviendo: su precisión consiste en que, en efecto, la mortalidad del coronavirus es novedosa, no es “normal” y está presente como un hecho de la realidad. Debajo de la palabra “normalidad” hay una buena dosis de propaganda que busca que la gente asuma la catástrofe como un hecho ordinario al cual debe de acostumbrarse. Usamos la expresión “es normal” para designar algo que nos es familiar y, sobre todo, que aceptamos que ocurra, que es inevitable y frente a lo cual no cabe el extrañamiento. Así, la “nueva normalidad” busca que aceptemos las nuevas circunstancias, pero ocultando su anomalía porque nada de lo que nos ocurre atiende a ninguna normalidad, sino que representa todo lo contrario, de manera esencial. Así, implica medidas que ni siquiera soñamos en nuestras más bizarras pesadillas, que van desde el uso de cubrebocas en espacios públicos, la distancia obligada entre personas, y el aislamiento; pero, sobre todo, la existencia de una innegable y ubicua amenaza capaz de terminar con nuestras vidas.

La nueva normalidad implica pues, miles de contagios y personas fallecidas diariamente y las medidas para ralentizar y tratar de minimizar ese contagio, pero no para evitarlo. Basta con ver los datos que se publican cada día para saber que estamos lejos de que el virus se haya controlado, que no se ha “domado” a la pandemia, como el Presidente quisiera. Lo que la nueva normalidad asienta es que muchos morirán como si esto fuera inevitable y no producto de decisiones políticas en la estrategia de salud del Gobierno.

En Semáforo Rojo, con una alta ocupación hospitalaria, y con un contagio creciente cada día, tras más de 17 mil personas fallecidas en los últimos tres meses, las autoridades, tanto de la Ciudad de México como federales, decidieron que el país debía empezar a retomar las actividades económicas y empezar a cancelar las medidas de aislamiento. Más irresponsable y negligente no podría ser, porque implica que la gente se arriesgará diariamente a contagiarse y que quienes lo harán de manera forzada serán mayoritariamente pobres, como hemos visto hasta ahora. Ni para ellos, ni para la población vulnerable, esto es, enferma de diabetes obesidad o sobrepeso u otras comorbilidades (que representa un gran porcentaje de la población mexicana) el Estado ha tenido, ni tiene ninguna política de apoyos económicos que les hubiera facilitado protegerse, como sí tuvieron otros países. Esto significa que las personas más vulnerables se verán obligadas a arriesgar sus vidas, no tendrán elección posible. Lo repito: se verán obligadas por carecer de los medios económicos para aislarse. Esto no es producto de la pandemia, es producto de decisiones políticas asumidas por el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador (y recientemente por el de Claudia Sheinbaum) que ha priorizado la austeridad y la realización de sus megaproyectos, antes que el cambio en la estrategia de salud y la asunción de las nuevas necesidades presupuestales. También a su necesidad de ajustar los tiempos de la pandemia a los tiempos políticos, poder realizar actividades proselitistas en sus giras, con vistas a las elecciones del próximo año.

La nueva normalidad busca, pues, normalizar la muerte porque hay otras prioridades políticas; que mientras se echa a andar la economía, mexicanos vayan falleciendo como si fuera una lotería macabra con incontables fichas insignificantes, porque es “normal”: hoy 500, mañana 700, pasado mañana mil personas. Para empeorar la situación, de por sí ya delirante y de una negligencia criminal, el Presidente anima a la gente a que salga “sin miedo”, miente y deforma la naturaleza de la situación. El colmo ha sido ya su mensaje del fin de semana, en el que llama a las personas a recuperar “su libertad”, mientras deposita en ellas la responsabilidad de su cuidado, como si no hubiese Estado y éste no fuera el responsable de aplicar políticas de salud pública, ¿qué libertad puede tener una persona que si no expone su vida pierde su trabajo? Ninguna, habría que decirle al señor Presidente. La libertad no consiste, obviamente, en contagiarse, sino, esencialmente, en poder elegir no hacerlo. Si no hay posible elección, no hay libertad sino sometimiento ejercido por el poder formal o por poderes fácticos que determinan la vida de las personas, desamparadas por el Estado. Así, uno de los empresarios favoritos del Presidente, Salinas Pliego, exacerba el mensaje y pide, en el colmo de la desfachatez, que la gente sea libre de las autoridades para que puedan servir en sus empresas y seguirlo enriqueciendo, mientras se contagian y mueren. Lo realmente abominable es que ambos mensajes son parecidos: de parte de quien explota a sus trabajadores, y se enriquece a costa de su salud, por un lado, y de parte de la máxima autoridad, el Presidente, que debería protegerlos, velar por su derecho a la vida y a la salud.

No imagino, y no hubiera podido imaginar, sin duda alguna, una traición mayor a la mayoría de la población desprotegida de parte de un gobernante que se decía de izquierda, que llegó al poder con un apoyo popular abrumador, que le dio todo en las urnas, que llenaba sus discursos, desde el 2006, con el lema “primero los pobres”. Si hace dos años pensábamos que la militarización era inimaginable, el ataque destructivo contra la ciencia y la cultura, la desprotección de enfermos de cáncer, el ataque a víctimas de la violencia y otras amargas debacles, ésta parece la cúspide de lo imperdonable. Un Presidente que acepta que la gente muera rutinariamente, que no tiene la menor empatía con la tragedia y se marcha de gira; un Gobierno que no priorizó a su ciudadanía, mayoritariamente pobre y vulnerable al virus, prefirió mitigar los efectos antes que gastar en pruebas de detección e insumos médicos para contenerlo y seguir con sus megaproyectos; un Gobierno que decide que la gente tiene que sobrevivir sola en medio de la catástrofe que se cierne sobre sus vidas, obligados a arriesgarse sin ningún apoyo, no merece más que la última y primera de las libertades, irrenunciable: decirle “no”.

(SIN EMBARGO.MX)

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