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Opinión

La tristeza

María Rivera

Lo que yo tengo es tristeza, querido lector, querida lectora. Una tristeza como un cuajo, por lo que nos ocurre, a todos, en menor o mayor medida. Tristeza de haber perdido la posibilidad de contacto cercano, ver a los amigos, a la familia. Tristeza de saber que nuestras vidas en el futuro cercano no, no serán ya las mismas. No es que saliera mucho antes, le cuento. En general, apreciaba mucho mi soledad y hasta el aislamiento. Pero no este brutal confinamiento que comienza, sobre todo, en la conciencia. La conciencia de saber que sólo con un equipo de protección especial, como mascarillas, lentes, y protocolos de sana distancia, se podrá salir a cosas realmente necesarias y por poco tiempo; que los espacios cerrados y sin ventilación natural serán un gran riesgo, como el transporte público, las tiendas, las oficinas, las escuelas, los restaurantes, bares, pero también las actividades culturales; las lecturas, los conciertos, las presentaciones de libros, eso que formaba parte de nuestra vida. Tristeza (y angustia) de saber que el virus ataca a distintos órganos del cuerpo, no es estrictamente un virus respiratorio, aunque sean los pulmones su blanco preferido. Se presenta con muchas sintomatologías que los especialistas van, poco a poco, reconociendo. Uno ya no puede enfermarse como antes: ni del estómago, ni de gripa, cuando nos tirábamos en la cama con un té con la seguridad de que en tres días estaríamos afuera, curados. Tampoco se puede uno enfermar y acudir al médico o a la clínica como antes. Ahora hay que consultarlo por teléfono, si no se quiere uno exponer al contagio; a los enfermos crónicos si bien les va no empeorarán estos meses, sin posibilidad de atender a sus citas programadas en hospitales, hoy reconvertidos en hospitales COVID-19, ¿cuántos pacientes se están dejando de atender por la emergencia y verán seriamente mermada su salud?, ¿qué harán todos los pacientes crónicos desplazados?, ¿esperarán, hasta cuándo, para poder ser atendidos? Mientras, remedios caseros, esperar que no se compliquen los padecimientos. El problema es, naturalmente, que seguimos en semáforo rojo y probablemente, seguiremos mucho tiempo, cuantimás si la gente sale, y aumentan los contagios, confundida por los mensajes, totalmente contradictorios, de la Secretaría de Salud. No, no hemos domado a la pandemia, ni acabó la cuarentena, por lo menos en la Ciudad de México y la zona conurbada del Estado de México, según lo indican las propias autoridades locales, la zona más golpeada por la COVID-19. Pero la gente ha relajado las medidas de confinamiento porque se dijo hasta el cansancio que el 1 de junio se acababa la Jornada de Sana Distancia. Esto significa, inevitablemente, que en unas semanas habrá más enfermos y, lamentablemente, más fallecidos, y si no se cambia de estrategia, el coronavirus se convertirá en una emergencia que conforme pase el tiempo empeorará, causando más daño a las familias mexicanas, pero también a la economía del país. El agravamiento de la epidemia no debería sorprenderle a nadie ya, con los datos que tenemos.

Y es que es comprensible que la gente quiera que esta situación termine ya, tras dos meses de aislamiento. Comenzamos a ver los efectos en la salud física y emocional de las personas, sometidas a un estrés continuo por el aislamiento y la zozobra. Los adultos mayores están más expuestos a la depresión, pero no exclusivamente: no hay otro estado más terrible que vivir con miedo, perseguido por el fantasma de la muerte, una sombra que se desliza por los entretelones de la mente, aunque no queramos verla. La desnaturalización de los espacios y de las rutinas después de un tiempo provocan desesperanza y aunque uno no haya sido atravesado por la tragedia, de igual modo nos alcanza: familiares de amigos que van muriendo, que llenan de lágrimas las redes sociales. El padre, el sobrino, el primo, el esposo. Jóvenes y viejos, adultos en plenitud de su vida, ¿qué hacer, pues, con la desesperanza, dónde ponerla? Esto me preguntaba el día de mi cumpleaños. Un cumpleaños sin cumpleaños, realmente extraño. La virtualidad ayuda, pero cada vez estamos más hastiados o tal vez, cada vez más ensimismados en nuestras vidas domésticas, literal y metafóricamente, cada vez más encerrados en nuestras fatigas: esas cosas íntimas que pasan en nuestras casas y que se han expandido, abarcando toda nuestra vida. Las hormigas que llegaron un día, los drenajes que fallan, las cosas que faltan, el cloro como un amigo ya familiar e inseparable, la íntima angustia frente a la peor crisis económica que hayamos atravesado. Mi hija se pregunta cuándo podrá volver a ver a sus amigos, cuándo podrá abrazarlos. Yo lo que me pregunto es si podremos abrazarnos sin desconfianza cuando nos volvamos a ver. Lo que esperamos todos es que, eventualmente, tengamos acceso a una vacuna o a medicamentos efectivos y que esta forma pesadillesca de la realidad termine. Eso es lo que nos decimos para combatir la desesperanza: nuestras vidas, en algún momento, volverán a ser las mismas. Saldremos a la calle despreocupadamente, aunque nuestra generación quede marcada por el coronavirus. Mi padre dice que nos reiremos cuando todo esto acabe, y que recordaremos estos días sin la oscuridad que nos persigue hoy. Yo, lo que pienso, es que aún con la tristeza y la zozobra, tengo la enorme fortuna de tenerlo conmigo, tras un cáncer que pudo ser fatal, el año pasado. También a mi madre, y a mis tías, ya mayores, que son como otras madres. Nuestros mayores, nuestros padres, los abuelos, que hoy sobrellevan estos días con admirable entereza.

Sí, estamos tristes, y cansados, pero la solución no es salir a la calle, exponerse al contagio, sino aceptar que la vida cambió, y que tendremos que vivir así mientras no haya una vacuna o una cura; adecuar nuestra vida para seguirnos protegiendo y proteger a otros más vulnerables que nosotros, no claudicar ante la inconsciencia o el hartazgo o ante los mensajes contradictorios y perversos de las propias autoridades. Los discursos falsos y triunfalistas sobre la pandemia no nos servirán para sobrevivir, eso téngalo por seguro, solo sirven como inmoral propaganda política. Mejor cuídese, quédese en casa estas semanas en que aún estamos en semáforo rojo, abra bien los ojos en la confusa penumbra, reconozca los riesgos, anteponga su vida y la de los demás a cualquier consideración engañosa. Es preferible reconocer los rostros de los que amamos y siguen entre nosotros como una luz preciosa, brillando, a pesar del encierro y de lo adverso.

(SIN EMBARGO.MX)

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