Opinión

En seguridad, sigue más de lo mismo

Por Catalina Pérez Correa

La semana pasada el Senado aprobó una serie de reformas para hacer obligatorio el uso de la prisión preventiva –o prisión sin sentencia– en todo el país para aún más delitos. ¿Qué significa esto? Vamos por partes.

Primero, la prisión preventiva implica que una persona sólo por ser acusada, puede ser encarcelada mientras dure su juicio.

Segundo, esta medida es excepcional y normalmente decretada por un juez, a solicitud del fiscal. En otras palabras, si hay riesgo de que la persona acusada se fugue o si su libertad pone en riesgo a la víctima, puede ser puesta en prisión hasta que un proceso penal determine si es o no culpable. Los fiscales deben argumentar al juez que es necesaria esta medida en específico (en lugar de otras como el arresto domiciliario o el otorgamiento de una fianza).

Tercero, hay dos modalidades de prisión preventiva: la justificada y la oficiosa. La primera se debe solicitar y justificar ante un juez. La segunda es decretada siempre y debe usarse para ciertos delitos expresamente establecidos en la Constitución. Esta última figura fue inicialmente incorporada en la Constitución en el 2008, durante el gobierno de Felipe Calderón. La lista constitucional de delitos que conllevan prisión preventiva fue ampliada considerablemente en el 2019, a propuesta del gobierno de López Obrador.

Mucho se ha escrito sobre los problemas que genera el uso de la prisión sin sentencia. Se ha señalado que contribuye a la sobrepoblación penitenciaria; que genera altísimos costos económicos; que es injusta porque castiga de forma anticipada a quien aún está en proceso (y por tanto viola la presunción de inocencia); que en la práctica afecta desproporcionadamente a personas sin recursos y a mujeres. Específicamente sobre la prisión preventiva oficiosa se ha señalado que permite, e incentiva, un uso arbitrario del sistema penal. Basta con que se inicie una investigación penal por alguno de los delitos que conllevan prisión preventiva oficiosa para que una persona sea encarcelada. Es decir, esta modalidad le da al Poder Ejecutivo (concretamente a fiscales y policías –que en realidad ahora son militares, pues la sustitución de policías por militares es también parte central de la estrategia de seguridad–) la posibilidad de encarcelarnos, sin mediar la autoridad judicial. Finalmente, la evidencia indica que la prisión sin sentencia no sirve para prevenir delitos.

¿Por qué, a pesar de tantos argumentos en contra, se insiste en ampliar la prisión preventiva? En México, según el Inegi, se denuncian e investigan menos del 7% de los delitos que se cometen y, en la mitad de los casos, no pasa nada. Un número importante de casos se inicia con un detenido (lo que apunta a que se trata de casos de flagrancia). Rara vez hay investigación de los delitos. En este contexto, la prisión preventiva busca subsanar la incapacidad de la autoridad para investigar. El costo que están dispuestos a pagar son nuestros derechos.

Se sigue presumiendo un cambio en la política de seguridad del país, pero cada vez queda más claro que hay una regresión (en el peor de los casos) o continuidad (en el mejor de los casos) de las políticas más autoritarias y añejas: más uso de cárceles, más discreción para fiscales y policías, más militarismo y la detención de capos. Lo mismo, con los mismos resultados.