Por Edgar Elías Azar
Las comisiones de derechos humanos representan, hoy por hoy, una de las funciones más relevantes del actual Estado mexicano, porque su esencia es la cultura del cuidado, preservación y fortalecimiento de los derechos humanos.
Hoy estas comisiones habitan ya en la médula de cada mexicano. Esto es un logro histórico en la evolución de nuestras instituciones. No es algo improvisado ni es una entelequia, es un instrumento básico de convivencia que cuida el balance necesario e indispensable entre el gobierno y los gobernados, con la fuerza social necesaria que debe acompañar a sus resoluciones.
Los derechos humanos, bajo ninguna circunstancia, son negociables; ninguno se encuentra en la esfera de lo decidible; cualquier vulneración a ellos, de la índole que sea, debe considerarse grave y siempre debe producir y tendrá repercusiones y consecuencias sociales.
El binomio derechos humanos y justicia no puede soslayarse; son siameses cuya función es el basamento de la democracia. Michel Foucault escribió en su libro Microfísica del Poder lo siguiente: “El poder no es un fenómeno de nominación masiva y homogénea de un individuo sobre los otros, de un grupo sobre otros…”. Los derechos humanos, la justicia y los tribunales conforman un trinomio que no debe perder de vista: el acceso fácil a su cobijo y protección, su gratuidad, la inmediación procesal, para darle el mayor alcance a los efectos de la potestad judicial, la formación y obligatoriedad de la jurisprudencia que tanta certidumbre aporta, entre otros beneficios, la cosa juzgada, la integración y formación de los tribunales y sobre todo la cabal y total independencia de la justicia y su administración. Todos estos principios se complementan unos a otros, no hay contradicción en ellos; y, sobre todo, deben marchar estrechamente enlazados en el tema de los derechos humanos y con el objetivo único de combatir la simulación de justicia inquisitorial que en veces se resuelve en lo más oscuro de las mazmorras.
Las casas de la justicia deben ser casas abiertas, casas de cristal y sus resoluciones, por lo mismo, no deben dictarse en lo “oscurito”. Hoy nuestra sociedad y, en general, el gobierno mismo se interesa por dar un mayor impulso a la transparencia y la oralidad; y esto porque la ciudadanía ha adquirido una mayor conciencia y cultura judicial. Los ciudadanos en general estamos interesados, sin excepción, de lo que los jueces hacen y dicen.
En estos momentos estamos siendo testigos de la ocupación del Edificio de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos por una organización de mujeres cuya causa es válida y justificada. Nunca serán suficientes los movimientos que las organizaciones de mujeres promueven en su beneficio y protección. La sociedad y la ley están en deuda con ellas; pero lo que es absolutamente inadmisible es que ese propósito lo quieran hacer valer a través de la violencia y daños intencionales que no ayudan y lejos de todo reflejan anarquía y desorden.
El problema de los feminicidios es un problema de justicia al que nunca será suficiente toda la atención que el Estado pueda poner para resolverlo.
Nos es gratuito que nuestros tribunales y Cortes lleven el sonoro y buen apellido “de justicia” y esto no es un mero adorno o capricho semántico; tiene una razón de ser, porque el concepto “justicia” es sinónimo de democracia y de respeto a los derechos humanos.
Si la justicia y derechos humanos son inherentes a la democracia, no permitamos que las “Comisiones” y tribunales que los protegen se debiliten o agachen la cabeza ante los poderosos. En su autonomía e independencia está el futuro de México.