Por José Ramón Cossío Díaz
Plutarco cuenta en sus “Vidas paralelas” que el rey armenio Tigranes mandó cortarle la cabeza a quien le anunció la llegada del romano Lúculo. Agregó que como nadie dijo nada más, permaneció “en la mayor ignorancia, quemándose en el fuego enemigo, y no escuchando sino el lenguaje de la lisonja…” Suele considerarse a este pasaje el origen de la expresión “matar al mensajero”. La descripción de la acción llevada a cabo por el enfurecido receptor de una información en contra de quien se limitó a transmitirla y ninguna culpa tiene en los acontecimientos que comunica.
La narración aquí recordada se ha repetido en numerosas ocasiones a lo largo de la historia. Han sido muchos los muertos –física o civilmente– por decirle al poderoso lo que no quería oír. A veces por el contenido del mensaje, otras más por el tono utilizado para darlo o en algunas ocasiones por el momento elegido para hacerlo. El poderoso se resistió a escuchar. Negó el mensaje de la manera más simple posible. Al no poder desaparecer la causa de la noticia, se desquita con el comunicador. Estimo que con el exabrupto supuso que al hacerlo también terminaba con el hecho. Se imaginó que, desapareciendo al hablador, desaparecería también lo por él hablado.
Los días que corren son aciagos, pero no tanto como los que vendrán. En los próximos meses aumentará el número de muertos, tanto por los fallecimientos que habrá como por la correcta identificación de los que ya se dieron. La economía, malabares aparte, decrecerá al tiempo que se incrementarán los males del desempleo y la pobreza. Las expectativas sociales se irán acrecentando y con ellas las frustraciones y las angustias. Los enconos serán más visibles y las soluciones para resolverlos más escasas. Para la inmensa mayoría de la población las cosas irán a peor y sus reclamos a las autoridades se modificarán tanto en escala como en destinos. Así, por mucho mal que hayan hecho los anteriores gobernantes, llegará el día en que sólo a los actuales se les reclamarán los males presentes.
Cuando el mal tiempo acabe de llegar, ¿qué harán los gobernantes con los mensajeros, con aquellas personas que anuncien lo que pasa?, ¿con quienes hablen de inflaciones, déficits, muertes, pobres, desaparecidos o torturados?, ¿con quienes expresen sus preocupaciones por lo que se está haciendo o dejando de hacer?, ¿con quienes imputen a los poderosos del momento la causa total o parcial de nuestros males?
Se pueden prever varios escenarios. Desde luego, el que se actúe a la Tigranes, atribuyendo a los emisores de los mensajes los males existentes. Si así fuera, los periodistas, académicos, opositores y todo aquel que pueda decir algo, será condenado. Ya veremos después cuál es la pena que habrá de corresponderles. Se supondrá, desde luego equivocadamente que, al silenciar las malas noticias, éstas y sus causas desaparecerán. El silencio provocado presumirá paz, la sensación de que se vive en un reino apacible o, al menos, no tan malo como aquel que los pregoneros anuncian.
El silencio que pueda llegar a producirse dejará a los poderosos con la sensación de que se va bien. Así, también les hará creer que lejos de reflexionar y ajustar la marcha de las cosas, lo correcto es acelerar aún más. El sentido de la historia que sólo los leales han identificado y que sólo ellos ven y hacen posible. Cuando lo hagan, los poderosos habrán perdido la realidad, si no es que lo han hecho ya. No contarán más con las señales necesarias para gobernar y dirigir, antes que a nadie, a ellos mismos. Los referentes serán sus propias limitaciones y los pobres decires de sus corifeos. Matar a los mensajeros puede producir un momentáneo placer del triunfo, ese que suele preceder a las tragedias.