Opinión

El mundo en que vivimos

Al nacer cada persona se integra a un entorno civilizatorio que constituye un “zurrón cultural”. Se trata de las culturas, las civilizaciones y la patria, que tienen en común ser resultados de procesos planetarios, espontáneos, desplegados a lo largo de millones de años y mediados por miríadas de casualidades. En esos dilatados y complejos procesos, se gestaron entidades tan maravillosas como el estado y la sociedad civil.  

Esa andadura tejió la historia universal y maduró premisas para el surgimiento de identidades colectivas como las nacionalidades y las naciones, que condujeron a los estados nacionales, la más elaborada de las estructuras sociales y la principal categoría geopolítica. Los estados nacionales son el núcleo de la civilización global contemporánea que contienen, entre otras cosas, los conflictos sociales.

Las mentes más esclarecidas y las personas más resueltas, intentaron comprender e intervenir en las estructuras sociales para, como el cirujano que interviene el cuerpo humano para corregir errores, malformaciones o traumas, los sabios, los ideólogos y los líderes, trataron de enmendar defectos congénitos del organismo social, entre otros el despotismo, las desigualdades, la explotación y la pobreza. Los actores de tan trascendentales empeños fueron los reformadores y los revolucionarios, su herramienta la política y su mayor aporte a la salud del organismo social, la democracia.

En los esfuerzos por enmendar conscientemente lo que la espontaneidad construyó, incluso cambiar el curso de la historia, el pensamiento aportó las grandes doctrinas: cristianismo, liberalismo y socialismo, mientras que de la práctica social surgieron las revoluciones, los más grandes y escasos eventos sociales de naturaleza política. Tal es su impacto que los dedos de las manos alcanzan para contar todas las que han existido.

Todas las grandes revoluciones fueron originalmente nacionales y las auténticas, trascendieron límites de espacio y tiempo para proyectar su influencia sobre épocas y países. Todas aceleraron la historia. A diferencia del devenir, espontáneo en su forma natural, las revoluciones son fuerzas movilizadas conscientemente, lo cual las provee de altas cargas de subjetividad, dosis elevadas de voluntarismo y no pocas veces autoritarismo, a veces necesario, siempre que se administre en las dosis exactas. Todas las revoluciones cumplen un ciclo vital.

La mejor realización de las revoluciones son los modelos de sociedad a cuya instauración conducen y la institucionalidad que crean, entre otras los regímenes democráticos y el socialismo. Paradójicamente, en la medida en que son más cabales, la institucionalización y la democratización son los modos como las revoluciones, una vez completada su obra, ceden el paso a la evolución y, discreta y naturalmente, paulatinamente dejan la escena.

Esa ruta crítica concierne también a la Revolución Cubana que llegará a esos estadios, a partir de los cuales ha de procurar alcanzar los cometidos  nacionales y la meta de construir una sociedad socialista, próspera, sostenible e inequívocamente socialista por vías institucionales, para lo cual el funcionamiento del estado de derecho, la democratización de la sociedad, incluida la vida política, los mecanismos de toma de decisiones y la ubicación en el concierto internacional global son vitales.

La institucionalidad es el estadio superior de las revoluciones. No es su “canto de cisne”, sino su consumación. Allá nos vemos.

Por Jorge Gómez Barata