El COVID-19 no creó desigualdades ni pobreza, en todo caso las subrayó. Es cierto que los países ricos productores de vacunas se inmunizan primero. También comen y beben mejor, tienen una educación y asistencia médica superior, disfrutan de buenas viviendas y excelentes transportes, dominan el mercado del entretenimiento, ganan mejores salarios y sus empresas son más rentables. En ellos hay menos pobres y analfabetos.La injusticia no comenzó ahora. Vacunar a sus poblaciones es lo menos malo que hacen los ricos.
Debido al desigual desarrollo, a la persistencia de prácticas imperiales, a la búsqueda de hegemonías y a la falta de voluntad política, aunque se registran avances, como la Unión Europea, la humanidad no está en condiciones de concebir ni aplicar políticas comunes para beneficiarse del progreso general y afrontar de conjunto la solución de asuntos globales, incluidas el hambre, las emergencias económicas, sociales, ambientales y sanitarias. El COVID-19 es una evidencia.
Esa realidad coloca en primer plano las soluciones nacionales asequibles a los países desarrollados y a los que, sin ostentar tal categoría cuentan con recursos y apropiadas prácticas de gobierno. No obstante, existen asuntos que no están al alcance ni siquiera de los más avanzados y, paradójicamente en algunos como el clima, en lugar de ser parte de la solución lo son del problema.
Paradójicamente, por la incapacidad para aunar saberes, recursos y esfuerzos, el COVID-19 ha impactado más rudamente a los países avanzados que, precisamente por su desarrollo, generan los más voluminosos movimientos e intercambios humanos. En 2018, sólo en calidad de turistas, más de mil millones de personas viajaron desde sus países al extranjero. El intenso intercambio humano y la alta contagiosidad de la enfermedad explican el modo fulminante como se propagó la pandemia.
Estados Unidos, la primera economía mundial y el país con más elevado desarrollo científico, es el más golpeado por la enfermedad, le siguen de cerca Canadá y Europa, que excepto Gran Bretaña, en materia de vacunas, ofrecen una pobre respuesta a la enfermedad.
En Estados Unidos, a pesar de la pésima gestión sanitaria del gobierno de Donald Trump que obstaculizó la lucha contra la COVID-19, no impidió que el sector privado reaccionara con eficacia, proporcionando en breves plazos las vacunas requeridas para una respuesta eficaz.
El país con más afectados (30 millones de enfermos y 600 mil fallecidos) es el que mejor avanza en la vacunación. Según el Centro de Control de Enfermedades (CDC) hasta el 1 de marzo, se administraron 75.2 millones de primeras dosis (cerca de un millón 500 mil diarias). A ese ritmo, en un mes pudiera llegar a 100 millones y debido a que ha comenzado a aplicar la segunda inyección y que Johnson & Johnson ha logrado una vacuna de una sola dosis, antes de la navidad puede haber inmunizado a sus 330 millones de habitantes.
En la medida en que los países avanzados y de renta media avancen en la inmunización de sus poblaciones y los fabricantes aumenten sus capacidades, habrá más oportunidades para otros que no cuentan con recursos para adquirirlas y dependen de ayudas internacionales.
Cuando Estados Unidos, Europa (50 países), Rusia, Japón, China y otras naciones de incidencia en la economía mundial, algunos de ellos latinoamericanos estén avanzados en la vacunación, dejarán de ser vectores de la enfermedad para serlo de la salud.
En la medida en que turistas, hombres de negocios, emprendedores, deportistas, estudiantes, académicos, artistas e intelectuales por miles de millones comiencen a viajar e intercambiar y a consumir, el “rebaño” estará más protegido, la economía global y con ella las nacionales florecerán. Nadie debería criticar a quien vacuna a su población sino al que no lo hace.
De todos modos, hay una mala noticia. Los gobiernos corruptos, insensibles, represivos e incompetentes que gobiernan empobrecidos países, seguirán en el poder. Es a ellos a los que primero hay que combatir, especialmente desde dentro de cada uno. Las soluciones nacionales preceden a las globales.
Por Jorge Gómez Barata