Una tendencia a la autocratización se con-solida en la comunidad de estados democráticos. Más que un tropiezo o un accidente, la evidencia indica que esta propensión sigue en aumento. El Instituto Variedades de la Democracia de la Universidad de Gotenburgo, Suecia, que estudia los regímenes políticos en todo el mundo, nos ofrece esta definición del fenómeno: “La autocratización sigue un patrón típico. Primero los gobiernos atacan a los medios y a la sociedad civil, polarizan a las sociedades denigrando a los opositores y difundiendo información falsa, para luego minar las instituciones formales” (https://bit.ly/3scfT8g).
Hay en el mundo varios laboratorios en que se experimenta la autocracia como sistema político para sustituir a la democracia. Uno de esos laboratorios es México, que ha recorrido ya las fases descritas en esa definición. Sobre el país están puestos los ojos de los poderes internacionales mayores y menores que exploran o ya adoptaron esta vía de administración del poder. Otros son bien conocidos: Rusia, Hungría en el corazón de la UE, Turquía en la frontera con el extremismo islámico, Brasil en el corazón de América del sur y Estados Unidos en su modalidad trumpista, cuya capacidad de reponerse de la derrota electoral aún desconocemos. Venezuela es con toda claridad una autocracia que aún practica farsas electorales al igual que Nicaragua. China y Cuba figuran entre las autocracias cerradas. La primera quiere ser un modelo mundial y la segunda se presenta como ejemplo para América Latina. Ambas realizan esfuerzos —a distinta escala por supuesto— para extender su esfera de influencia en aliados que encuentran en ellas el camino a seguir. Una vez desaparecida la Unión Soviética, el sistema político chino es hoy el monopartidismo más antiguo del planeta y en él se reúnen las condiciones del “tipo ideal” de este modelo de autocracia cerrada, fase superior del autoritarismo superada solo por su siguiente paso: el totalitarismo.
Nuestro país ha recorrido las etapas que conducen a esta autocratización bajo una fórmula populista. Una gran decepción social con el desempeño de las instituciones de gobierno que surgieron de la transición, un líder popular que les diagnostica enfermedad terminal y ofrece sepultarlas para poner en su lugar su exclusivo poder, una elección en la que triunfa con el apoyo de un poco más de la mitad de los sufragios y una mayoría de dudosa legalidad en el congreso; en fin, un estilo de gobernar que sigue el libreto al pie de la letra: “…ataca a los medios y a la sociedad civil, polariza a la sociedad denigrando a los opositores y difundiendo información falsa, para luego minar las instituciones formales”.
Entramos ya en la fase destructiva del proceso de autocratización. Al grito de primero la justicia y después la ley se erosiona al Congreso de la Unión, al Poder Judicial, al pacto federal a las instituciones autónomas y a la administración pública. La vocación autoritaria es inequívoca. Este camino ha sido preferido al de atacar con las armas del estado de derecho en poder del Estado los males de la corrupción y la impunidad, de la colusión de funcionarios públicos y agentes privados, del desvío de recursos destinados a eliminar la pobreza, de elevar el bajo nivel de la educación, de depurar la procuración y la administración de justicia, de encauzar un fuerte crecimiento con desarrollo social por vía de mecanismos mixtos e innovadores de inversión (postneoliberales, por cierto). La elección de este camino probará haber sido equivocada a medida que el recuento de los resultados vaya presentando —como ya lo hace— cada vez más datos de que todos aquellos problemas que se querían superar en realidad se habrán agrandado. Ese es el camino de la autocratización al que México ha sido sumado.
Por: Francisco Valdés Ugalde