Opinión

Presidencia hereditaria

Desde la primera mitad del siglo pasado en Colombia se viene hablando de la presidencia de la República como un cargo que los presidentes dejan en herencia a sus hijos.  Así, Alfonso López Pumarejo (1934-1938) liberal, a quien debemos la declaración de función social de la propiedad, nos dejó como herencia a su hijo Alfonso López Michelsen, presidente de 1974 a 1978. Misael Pastrana Borrero, quien anuló los avances de la organización del campesinado promovida por su antecesor y sobre cuya elección pesa la duda de fraude, nos dejó a su hijo Andrés Pastrana Arango (1998-2002) quien con su chambón intento de negociación con las Farc dejó tan desacreditada la solución negociada del conflicto que tuvieron que pasar 15 años para que pudiera llegar a feliz término. Hubo otros que debemos contabilizar como ejemplos de dejar el país como herencia aunque no hubieran culminado de acuerdo con los deseos de los presidentes. Es el caso de Laureano Gómez, de extrema derecha -1950 a 1951- quien contribuyó a incendiar el país en los años de la violencia partidista. Quiso dejar en la silla presidencial a su hijo Álvaro, cultísimo, educadísimo y mano derecha de su padre en las épocas azarosas de su presidencia pero a pesar de varios intentos no lo logró. Este malogrado heredero fue secuestrado por el M19 y, como pasado por un agua milagrosa, salió del secuestro hablando un lenguaje conciliador y garantista de los derechos de la democracia liberal. Fue copresidente de la Asamblea Constituyente que dio vida a la constitución política de 1991, una carta de derechos fundamentales que incluyen los del medio ambiente y consagra el carácter multiétnico y pluricultural de la Nación. Aunque no han llegado a la presidencia, otros expresidentes, como César Gaviria (1990-1994) nos han dejado a sus vástagos como herederos: éste nos dejó a su hijo Simón, nombrado director del Departamento de Planeación Nacional que agrupa a lo más sofisticado de la inteligencia planificadora del país, aunque al preguntarle por el contenido de una propuesta de ley haya dicho que “la leyó por encimita”. Ahí sigue simón, en su carrera hacia la presidencia, que seguramente alcanzará con independencia de sus méritos. Si bien Juan Manuel Santos no puede ser tildado de heredero presidencial, hay que señalar que su tío abuelo, el expresidente Eduardo Santos (1938-1942) fue el fundador del periódico El Tiempo, por muchos años considerado como el que imponía o quitaba presidentes. Ser miembro de esa familia y contar con ese medio de prensa fue una ayuda importante en su carrera política y su culminación en la presidencia. A él debemos la ley de víctimas y restitución de tierras y el Acuerdo d e Paz en virtud del cual se desmovilizaron las Farc después de 60 años de guerra y sin haber sido derrotadas militarmente. Por eso en el siglo pasado en Colombia se hablaba de “los delfines”, como se llamó en Francia a partir de 1349 a los herederos al trono, para señalar peyorativamente a los candidatos presidenciales. Ahora estamos presenciando cómo el expresidente Álvaro Uribe está preparando el terreno para que su hijo Tomás llegue a la presidencia sin ninguna experiencia en la administración pública ni otro mérito que el de los vínculos de sangre. Tal como nos tiene acostumbrados el expresidente, que lanza una idea a ver cómo cala y luego toma una decisión dependiendo de la aceptación que reciba, desde hace meses vienen sus áulicos soltando la idea de que Tomás debe ser el próximo presidente. Él dice que no, como haciéndose rogar, pero hace poco vimos con asombro cómo se reunía con el presidente Duque “para hablar sobre la reforma tributaria”. ¿Con qué credenciales un empresario se reúne con el primer mandatario para tratar un tema tan espinoso como si no hubiera diferencia entre lo público y lo privado? ¿Por qué otros empresarios del país no han recibido el mismo tratamiento? No hay que hilar muy delgado para presumir que el joven heredero es el trasmisor de las opiniones de su padre, hoy en día vinculado a un proceso penal que lo puso en prisión. Sobre las actividades empresariales de Tomás ha habido polémica porque durante la presidencia de su padre unos terrenos que le vendió un alcalde de su cuerda política en pocos meses cambiaron de destinación y pasaron de ser rurales a convertirse en zona franca con lo cual aumentaron en 3.000% su precio. Se dijo en ese entonces que este logro había sido posible por disponer de información privilegiada. Como su padre cuando era presidente negó en repetidas ocasiones que quisiera buscar la reelección para luego cambiar la Constitución que la prohibía y hacerse reelegir y aún intentar una segunda reelección frenada por la Corte Constitucional, sobre el joven Tomás Uribe recaen todas las suspicacias: él dice que no pero sí. No está aspirando a la presidencia pero va a la casa presidencial como ciudadano privilegiado a orientar la reforma tributaria. Lo que no puede entenderse es cómo piensan que los candidatos del Centro Democrático, fundado por su padre, que están haciendo fila para aspirar al cargo y que ya se aguantaron que Uribe hiciera elegir a Duque por encima de todos ellos, políticos experimentados, vayan ahora a aceptar que les pasen por encima para imponer al hijo de su jefe, sin ninguna experiencia ni conocimiento de la cosa pública -res publica- como decimos los abogados. Uribe no está acabado, tiene todavía margen de maniobra, pero ya no cuenta con el 83% de favorabilidad de sus primeros años de gobierno y el proceso judicial en que se encuentra inmerso han debilitado sus posibilidades y resulta improbable que pueda alcanzar un cuarto mandato presidencial, los dos últimos en cuerpo ajeno.

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