Opinión

Fueron 48 horas de hibris y emboscada, seguidas de escándalo, furia y una vuelta en U, que sacudieron al fútbol y en las cuales 12 clubes europeos erigidos en cartel casi llevan ese deporte, tal y como lo hemos concebido y disfrutado durante todas nuestras vidas, al patíbulo. Y es difícil no mirar el proyecto de la Superliga europea —develada de manera autocomplaciente y rocambolesca al mundo del fútbol y que estalló en un espasmo dominical de rabia y descalificaciones— como algo más que el fruto de la codicia e irresponsabilidad, como si hubiese sido engendrada en plena resaca después de una noche de farra y demasiadas copas.

El conato de una Superliga y la americanización del fútbol que conlleva venía haciendo ruido adentro del closet desde hace ya un par de décadas. Pero ahora, el anuncio de la creación de este exclusivo club se ha producido en unos tiempos salvajes, definidos por la disrupción, la codicia y la desigualdad. En medio de la dislocación económica que ha diezmado a clubes grandes y pequeños en la pandemia, fue Florentino Pérez, presidente del Real Madrid y actual estratega y principal impulsor de la idea, quien levantó la estafeta, arropado de arranque por un pequeño grupo de oligarcas, banqueros e inversionistas estadounidenses y jeques, la mayoría procedentes de lugares sin apenas tradición en el fútbol y que son quienes han disparado la inflación en este deporte. Lo que estaba en juego con los jugosos ingresos para esos clubes no es nada nimio. Se estima que dos de los equipos que oficialmente aún no han reculado del proyecto, el propio Madrid y Barcelona, arrastran deudas de mil millones de dólares y $1.4 mil millones, respectivamente; Tottenham tiene una que ronda los $822 millones, sobre todo por los costos asociados a la construcción de su nuevo estadio. En este culebrón no cabe la ingenuidad: esto no es otra cosa que un pulso de poder. En lo que se yergue como el mayor cisma en la historia del fútbol, los grandes clubes quieren sacar mejor provecho de su posición dominante; al otro lado, se halla una institución cuestionada como la UEFA. En medio, un deporte que hace soñar en todo el mundo a legiones de aficionados y que, como bien señalara hace años Javier Marías, es "la recuperación semanal de la infancia". Este proyecto, basado en el paradigma de franquicias en el deporte estadounidense, donde los equipos jamás son relegados y que se venden al mejor postor como si fuesen cadenas de fast food, sin ninguna consideración para el anclaje y tejido social que tienen con una ciudad o comunidad, destruye ese concepto y cambia de un plumazo la escala del fútbol, que adquiere la estructura vertical y clasista del absolutismo aristocrático y abandona los vasos comunicantes sociales transversales y hasta cierto punto solidarios que aún caracterizan al fútbol —sobre todo el europeo— desde su fundación en el siglo XIX. Como sentenció Pep Guardiola al referirse a la Superliga, "esto no es deporte".

La pandemia seguramente hizo creer a sus arquitectos que la Superliga europea era factible. Pero el mundo del fútbol también se dio cuenta de que el poder no solo recae en los dueños de los equipos más grandes y ricos. Está también en manos de instituciones, jugadores, entrenadores, gobiernos y, sí, la afición. Las 48 horas entre fundación y colapso de la Superliga fueron similares a un Big Bang: esta es una saga que apenas comienza.

Por Arturo Sarukhán