El domingo 16 de mayo Chile vivió una jornada de las que realmente se pueden llamar históricas. Unas elecciones fuera de lo común en un país con larga tradición electoral, aunque interrumpida durante 17 años por la brutal dictadura de Augusto Pinochet, excrecencia de la guerra fría patrocinada por el Gobierno de Richard Nixon para derrocar a un Gobierno legítimamente elegido que no era de su agrado por sus definiciones socialistas. Fueron los votos en un plebiscito los que pusieron final a aquel inicuo régimen pretoriano, pero sus secuelas reaccionarias quedaron impresas en la Constitución heredada, que durante tres décadas mantuvo el legado de un neoliberalismo salvaje sin protecciones sociales, donde el mercado ha determinado el acceso a la educación, a la salud, al transporte o a la vivienda, con la consecuencia del estancamiento de la movilidad social después de un período de crecimiento económico y reducción de la pobreza.
El enojo se fue acumulando en lo que va del siglo y hubo estallidos recurrentes entre los jóvenes por las injustas condiciones de un sistema educativo de acceso restringido. El malestar social por la desigualdad y las promesas incumplidas de una meritocracia sin un piso común de condiciones materiales finalmente se convirtió en revuelta en septiembre de 2019. Una chispa incendió la pradera: el aumento del precio del metro, de por sí alto, provocó movilizaciones imparables incluso con la represión a cargo de cuerpos policiacos de formación militar que arremetieron con crueldad contra los manifestantes. La arrogancia y la torpeza del Presidente Piñera, representante de la derecha directamente vinculada a las elites empresariales desarrolladas en torno al arreglo económico heredado de Pinochet, insensibles a la desigualdad, convirtieron a las protestas en una auténtica rebelión popular.
Pero la larga tradición democrática de Chile, su tradición deliberativa, llevó a que se abriera una salida a la profunda crisis. Se planteó la posibilidad de un proceso constituyente y se procesó el conflicto en las urnas, primero con un referéndum para decidir si se convocaba a una convención redactora de la nueva Ley suprema y el carácter que esta tendría y, ahora, con las elecciones de las personas que integraran la convención. Finalmente, una vez aprobado el nuevo texto, que requerirá de amplios consensos, pues todos los asuntos deberán ser votados favorablemente por al menos dos terceras partes de la asamblea, este será sometido a un nuevo referéndum para ser ratificado.
Hasta ahora, el proceso ha sido un ejemplo excepcional en América Latina del poder de la democracia para resolver el conflicto social. Se trata de una auténtica transición, aplazada durante tres décadas, para eliminar las secuelas del trauma dictatorial. Pero el proceso electoral del domingo pasado no solo barrió con los restos del régimen de Pinochet: también arrasó con la clase política tradicional, heredera de la democracia previa a la dictadura y gestora de los 30 años de poliarquía limitada por la camisa de fuerzas de la Constitución heredada.
La composición de la Convención Constituyente refleja la irrupción de nuevas expresiones políticas, mayoritariamente de izquierda. La derecha tradicional, donde se agazapan los representantes del contubernio entre las elites empresariales y los políticos conservadores de matriz católica, no logró ni el tercio de los integrantes de la convención para poder vetar las decisiones de la mayoría. Pero también los partidos de la llamada Concertación, la alianza entre socialistas y demócratas cristianos que condujo la salida de la dictadura y ha gobernado la mayor parte de estas tres décadas, sufrieron un considerable batacazo. De los 155 integrantes de la Convención, 78 son varones y 77 mujeres, con lo que se cumple el criterio de paridad; 17 fueron elegidos por las comunidades de los pueblos originarios; las listas independientes, predominantemente de centro izquierda, obtuvieron 48 escaños, mientras que la lista Vamos por Chile, de la derecha, solo alcanzó 37; la lista Apruebo Dignidad, formada por el Frente Amplio, el Partido Comunista y otras expresiones de izquierda, alcanzó 28 lugares y la lista Apruebo, de los socialistas y los demócrata cristianos se quedó en 25.
La asamblea se instalará a más tardar el 15 de julio y tendrá un plazo de nueve meses para construir el nuevo pacto político y social. Las expectativas son promisorias, pero también existen riesgos notables. Es posible que el arrollador triunfo de la izquierda y el repudio a la insolidaridad de la vieja constitución lleva a la pretensión de incluir una lista extensa de derechos sociales imposibles de financiar, en lugar de centrarse en un piso básico de igualdad para el acceso a la salud, a la educación y a las pensiones. Es importante que la economía de mercado chilena, que ha alcanzado gran desarrollo en el último medio siglo, encuentre en la nueva constitución un marco para seguir prosperando, sin los abusos insolidarios del pasado. Finalmente, sería deseable que se abordara a fondo el tema del régimen político y se superara el presidencialismo, que tantos males genera actualmente en toda América Latina. Chile ha tenido experiencias parlamentarias y podría ser el primer caso en la región de auténtico cambio de régimen.
Chile está viviendo por fin una verdadera transición a la democracia, sin líderes providenciales, encabezada por una nueva generación –la edad promedio de la Constituyente es de 44 años–, con las mujeres en el lugar que les corresponde, y, para bien y para mal, sin dependencia de las viejas estructuras partidistas. En un mundo donde parece retroceder la democracia y las libertades, las chilenas y los chilenos pueden dar una lección de democracia auténticamente representativa.
Por Jorge Javier Romero Vadillo