Opinión

La violencia de la paz

La paz es un concepto que recorre un registro muy amplio de significados: cuando uno dice “la paz de los sepulcros” se refiere a silencio, “estar en paz” implica tranquilidad y “épocas de paz” alude a la estabilidad, la seguridad y la bonanza; sin embargo, su acepción por antonomasia es la que surge al oponerse a guerra: la paz es ese estado libre de violencia y de enfrentamientos. De ahí que cuando pensamos en la paz venga a nuestra mente una escena idílica —estilo Disney— donde un cervatillo bebe agua en un lago al que rodea un bellísimo bosque. Y también otra escena, igual de kitsch, pero al estilo Rousseau, cuando en el Contrato social se imagina que hombres libres se reúnen y deciden, por su voluntad, renunciar a esta para fundar un estado que los represente.

Cuando pensamos en la paz nos imaginamos unas estampas como estas y fuera del contexto histórico real, pues en el mundo de veras el cervatillo es atacado por un lagarto que lo arrastra al fondo del lago y entre nosotros, incluso ocurrió antes de que apareciera la especie homo sapiens, ya había un mono alfa que imponía violentamente su hegemonía sobre los demás.

Para pensar en la paz realmente hay que entenderla como un momento de equilibrio concreto y, cuando se visualiza así, se descubre que siempre estamos en lo que podría denominarse la violencia de la paz: en la paz de que disfrutaban los esclavos mientras no se sublevaron, en la paz de los que soportaran el estado de cosas y se acomodaran a él, porque la paz siempre se asienta sobre la violencia que mantiene un determinado orden. Aunque haya, ciertamente, unos órdenes mejores que otros.

A lo largo de la historia esa es la paz que ha habido, pues nunca se han dado las condiciones para que todos disfruten de todos los bienes y de todos los derechos por igual. De ahí que un pensamiento sobre la paz que no quiera ser un mero discurso vacío necesite combinar la paz con la justicia. Si sólo se tratara de vivir, y ya, habría habido paz siempre; pero si se trata de vivir de acuerdo con alguna idea de lo que sea “vivir”, entonces se da el intento de romper con esa paz que es la violencia de la paz.

Y podría argumentarse que la paz es buena en sí misma, como lo es el amor o el aire, y sería verdad, pues indudablemente la paz es siempre mejor que la guerra, o sea, que la muerte. Y podría argumentarse también que quienes aspiran a la paz con justicia son como los que quieren amor, pero con casa propia, o aire, pero que esté puro. Y también sería verdad: es pedir demasiado. Pero precisamente en eso radica la condición humana: en lo excesivo de nuestros deseos, en que rebasan la realidad o desbordan lo que hay. Es en esta desmesura en la que se asienta el motor de la historia y lo que explica por qué viene a nosotros, cuando pensamos en la paz, una visión idílica, una situación que no está, pero que es tan deseable como la mejor de las utopías.

Por Óscar de la Borbolla