Opinión

Reformas diferidas

La mayor innovación social y política en la historia de la humanidad fue sugerida por Karl Marx e iniciada por los bolcheviques rusos que intentaron enmendar el curso de la historia, construir una nueva sociedad con una nueva economía, una institucionalidad política propia, una cultura diferente, una moral elaborada para el caso, y lo máximo: un hombre nuevo.

En física tal empeño equivaldría a remolcar el planeta, llevarlo a otra galaxia y colocarlo en una nueva órbita. Lo más curioso es que estuvieron a punto de lograrlo. No pudieron porque la desmesura de la innovación superaba la capacidad de realización y porque, a escala social, innovar es reiterar. Algo así no se hace de una vez y para siempre. El socialismo, según Marx vendría de la evolución, obviamente la revolución podía ser apoyo, no sucedáneo.   

Lenin que era capaz de la autocrítica, a la luz de los primeros compases del poder soviético, comprendió que, al menos en la esfera económica el empeño resultaba inviable, y mediante la Nueva Política Económica (NEP) sugirió un “repliegue estratégico” para, mediante políticas de estado y supervisión gubernamental, reintroducir el sector privado y con él, retomar prácticas mercantiles, relaciones monetarias y estímulos materiales. Entonces algunos de sus compañeros lo consideraron un retroceso, incluso una traición, cuando, en realidad era otra innovación.

Quizás porque estaba convencido de la pertinencia de las prácticas bolcheviques en el manejo de la economía y la cosa pública o por las enormes tensiones bajo las cuales gobernó durante 30 años en los cuales hubo que lidiar con la toma del poder político, desbancando al gobierno provisional, la más intensa actividad contrarrevolucionaria conocida, la ruina y crisis humanitaria derivada de la primera Guerra Mundial y la lucha en la Segunda, Stalin rechazó las reformas propuestas por el propio Lenin, así como las de Trotski, Yevgueni Preobrazhensk, Yevsey Liberman y otros.

En 1956, tres años después de la muerte de Stalin, Nikita Kruzchov que no era el favorito como sucesor, se apoderó del poder y, en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, sometió a Stalin y su régimen a la más dura crítica, pero fue inconsecuente al cubrir el proceso con el eufemismo de “culto a la personalidad” y culpar únicamente al líder y exonerar al sistema. La desestalinización no fue una medicina sino un placebo.

Bajo las administraciones de Jruschov, Brezhnev, Andropov, y Chernenko los problemas estructurales siguieron acumulándose, agravados por la vigencia de dogmas, mitos y caprichos, amparados por una gestión creída de que la economía lo podía todo y que avances como la victoria en la II Guerra Mundial, la incorporación de Europa Oriental y China a la órbita soviética y la conquista del espacio, permitían soslayar aspectos super estructurales y subjetivos, como la democracia, los derechos y las libertades. Entonces la sociedad soviética se asomó a situaciones límites.

En los años ochenta, sobrecargada por la ineficiencia económica propia y la de sus aliados a los cuales sustentaba materialmente, exhausta por la carrera armamentista, especialmente nuclear e internamente atrapada en un ramal ciego, la situación de la Unión Soviética se hizo insostenible y apareció la única solución posible: la reforma que esa vez no podía ser sólo económica.  

Gorbachov no actuó caprichosamente ni sólo, sino que respondió a necesidades objetivas. Con la conformidad de la élite política y el estamento militar y de seguridad, utilizando al límite los mecanismos del sistema: Comité Central, Buró Político y Soviet Supremo, avanzó en una reforma integral del sistema que experimentó sobrecargas insostenibles y en lugar de restablecerse, colapsó.

La experiencia está a la vista. El colapso pudo ser evitado, no cerrando el paso a Gorbachov, sino aplicando antes las profilaxis debidas. No se hizo porque el tiempo avanza en una sola dirección y es irrecuperable. Perder tiempo es perder oportunidades y vida.