Opinión

Con los predicamentos que enfrenta la “democracia liberal” por el ascenso de los populismos y la poca capacidad de sus países insignia para recrear el orden mundial bajo parámetros que sustituyan a los de la guerra fría, prospera la duda acerca de la viabilidad de la democracia como sistema de gobierno. En todas partes se expresa este problema y nuestro caso es de manual. Si resumiéramos el ethos o mentalidad del partido que nos gobierna, podríamos decir que uno de sus pilares es la convicción de que la democracia que tenemos, simplemente no es democracia porque se olvidó de la pobreza y la desigualdad, porque dio la espalda a la “patria” poniendo en manos “ajenas” (privadas y extranjeras) los preciados bienes de la nación.

Más aún, si refinásemos el argumento (lo que no hace la mayoría de los morenistas), podría decirse que eso que más de la mitad del país llama democracia, no es tal porque no pertenece al pueblo; porque el pueblo no la tiene en sus sentimientos. De ahí que sea justificable, como única manera disponible de resarcir esa falta, admitir que un pastor ilumine y dirija al gran rebaño de los excluidos, así sea imaginariamente.

Podrá el lector decir que me inventé esta narrativa adornándola demasiado y quizás sea así, pero lo importante no es la narrativa en sí, sino lo que nos permite pensar. Después de las elecciones, la decepción de Morena se ha centrado en la “traición” o el abandono de buena parte del electorado ilustrado —“la clase media”— que había sido “pensada” o por lo menos sentida, como parte del nuevo sustrato espiritual de la épica de la 4T. Hasta aquí el asunto es meramente coyuntural, pero tiene mar de fondo.

Hay razón en afirmar que la democracia no se agota en “un ciudadano, un voto”, aunque el voto sea imprescindible. La democracia necesita un ethos, un carácter, una ligazón interna de sus miembros. Ese ethos es una cadena intangible que ata a los individuos para que puedan reconocerse como amigos. Alexis de Tocqueville fundamentó intelectualmente su “La Democracia en América” en la idea expresada por los pasajeros del Myflower antes de desembarcar en Plymouth y plasmada en el Pacto de Mayflower (1620): “En la presencia de Dios y de cada uno de nosotros, convenimos y nos combinamos juntos en un cuerpo cívico político para nuestro mejor ordenamiento […] al que prometemos debida sumisión y obediencia”. Después de firmarlo se bajaron del barco. Tocqueville quedó admirado porque esta forma de “federarse” unos con otros era un acto libre, un experimento de futuro que prometía la formación de un Estado completamente diferente a los europeos que estaban atados a sus raíces feudales y antiguas. Y más o menos así fue.

Por contraste, la fundación de nuestra democracia no tuvo en su arranque la naturaleza de una tabula rasa, de un comienzo que abandona un pasado indeseable. Ciertamente, el impulso ciudadano que recibió de esa parte de la sociedad que se asumió como propiamente “cívico-política” le imprimió el carácter y ligazón igualitaria necesarios para implantar la regla “un ciudadano, un voto”, pero no tuvo los alcances para crear una mística igualitaria que induzca el enlace y reconocimiento “de todos en todos”. Las jerarquías preexistentes sobreviven: caudillo/pueblo, patrón/siervo, cacique/indio, rico/pobre, desembocan ineluctablemente en el gran binomio Estado dador/sociedad aquiescente. Así como la república americana privilegió y sigue privilegiando a los que pueden reclamar su descendencia del Mayflower (en revivirla a la mala se desvelan los republicanos), nuestra República Mexicana sigue excluyendo a los herederos del gran rechazo colonial.