En Croacia existe un sitio lejano y de difícil acceso, solía ser un monasterio. Durante siglos estuvo en condiciones de ruina. Olvidado por completo, a través de sus muros pasó la destructora civilización europea dejando su dolorosa impronta. Hace poco se ha reabierto como tesoro de la humanidad y hotel boutique de lujo. La suya es una verdadera historia de amor: Francesca Thyssen- Bornemisza lleva veinte años amando al monasterio de la isla de Lopud en el archipiélago de Elaphite. Por fin ese romance en medio del encierro, la destrucción y la sabiduría ancestral encuentra un final feliz que es el inicio de un nuevo relato, el del cuidado, mantenimiento e impulso de lo que este asombroso espacio fue en su origen. Lopud 1483 no sólo fue un sitio de retiro para la vida monástica, también fue uno de los centros más ambiciosos de investigación farmacéutica. Hoy es el sitio que alberga parte de la espectacular colección Thyssen y en el que el artista de la luz, Olafur Eliason recoge la inmensidad del horizonte mediterráneo en una de sus más bellas obras de arte.
Muchas leyendas narran la asfixiante condición de vida de un convento. El aislamiento, la vigilia, la renuncia se consideran una forma natural de permanencia en estos sitios. Quien penetra en sus infranqueables muros, deberá dejarlo todo para dedicar su existencia a la contemplación. Austeridad y recato, entrega total a lo sagrado de sol a sol. Han sido muchas las historias de prohibiciones y relaciones perturbadoras dentro de estos “sórdidos” ambientes. Incluso, para muchos, la vida conventual es una especie de prisión obligada en la que no cabe ninguno de los placeres a los que vinimos al mundo.
Por siglos se consideró que la costumbre de una familia, un hijo para la guerra, otro para la política y uno para Dios, era una de tantas imposiciones patriarcales. A las mujeres que no contraían matrimonio, se les condenaba a pasar el resto de sus vidas confinadas en un convento. Con el paso de los años, los monasterios casi entraron en desuso. Concebidos como asfixiantes centros que ocultaban a la cultura, dieron paso a las universidades abiertas en las ciudades. Su condición apartada y estricta se convirtió en un inconveniente. Hoy la mayoría de los edificios religiosos son vestigios convertidos en museos. Curiosamente, el arte y el conocimiento se han vuelto la experiencia más sofisticada para el tan de moda turismo “cultural”. Miles de espacios en Europa y América se abren para que la masa de turistas, ansiosos por consumirlo todo, penetren en su atmósfera y experimenten lo que tanto hemos denostado, la paz, la consciencia y la vida espiritual.
Y es precisamente eso que hemos perdido y que añoramos todos los días suscribiéndonos a cursos de meditación con Joe Dispenza o dejándonos seducir por las nuevas sectas que nos venden la felicidad a 18 meses sin intereses, lo que estos espacios ofrecieron y seguirán ofreciendo mientras existan; incluso los centros de rehabilitación y asilos a los que acuden miles de personas adineradas en busca de paz interior, expuestas a las más duras rutinas de desintoxicación, no son más que sistemas de vida conventuales. El gran creador y a quien podríamos considerar el verdadero padre de la terapia contemporánea fue un monje, su nombre Benito de Nursia, mejor conocido como San Benito.
Ora et labora (reza y trabaja), fue su regla de funcionamiento. Se dice fácil, pero, con una mente sagaz y una creatividad envidiable, puso las bases para la construcción de Europa de una forma orgánica, “olística” como se dice ahora. Nadie ha inventado nada nuevo, fue Benito de Nursia quien exploró en los confines de un continente arrasado por las guerras, las persecuciones, la enfermedad y la pobreza. Su exploración de lo sagrado tuvo objetivos prácticos. Dios se encontraba en el trabajo. Cada día, el rezo se ligaría con las acciones concretas: un tiempo para la limpieza, otro para la meditación, la cosecha del huerto, el recogimiento y un tiempo fundamental para el arte. La escritura, pintura, ilustración, música, talla de madera y arquitectura se desarrollaron como nunca y permitieron la planeación de las primeras ciudades.
Algo de la perfección de vida de los monasterios benedictinos fue heredado a Lopud creado en el siglo XIV. Después, su esplendor fue arrasado por las guerras, las invasiones y la devastación. La sabiduría quedó oculta y en silencio. Se convirtió en una ruina que incluso sería utilizada como arsenal de los fascistas italianos bajo las órdenes del Duce y terminaría como bodega de viejas embarcaciones de los pescadores de la zona. Fue así como llegó Francesca Thyssen-Bornemisza con toda su fortuna dispuesta a rescatar el sitio. Su impaciencia pudo llevarla a destruir lo que aún podía recuperarse. “Escuchar al sitio y saber qué es lo que te pide”, le dijo un monje en una de sus visitas a la isla.
Veinte años de atisbar en los silencios. Imaginando los olores, las voces del tiempo que aún reverberaban en cada celda. Noches enteras observando las estrellas, amaneceres sintiendo la humedad de la tierra. Sin duda, un aprendizaje único de quien se creyó rescatista pero que, finalmente, fue rescatada de su propia premura y urgencia en renovar aquel sitio.
Los conservadores y arquitectos encargados de la restauración no quisieron perder la patina del tiempo, era importante que las épocas acumuladas hablaran y se colaran en los intersticios de la modernidad y el arte contemporáneo. Las celdas se acondicionaron como fastuosas suites dejando los vestigios aparentes. Nada sería olvidado en Lopud, se constituiría como una memoria que es la de todos nosotros. La hortaliza ha recuperado la herbolaria de Hildegard Von Bingen con ochenta especies de plantas curativas, los morteros y utensilios del 1317, recreando una verdadera farmacia medieval. El jardín está plagado de árboles frutales: limoneros, naranjos y olivos que invaden de aroma el ambiente y los bellísimos cipreses ofrecen su sombra a quien quiera pasar un día leyendo o simplemente admirando el paisaje.
Justo en medio del jardín, un enclave para el arte contemporáneo: un pabellón creado por el arquitecto tanzano David Adjaye, famoso por construir el Museo Nacional de Historia y Cultura Afroamericanos de Washington, está en la lista de las 100 personas más influyentes del mundo y colaboró con el artista Olafur Eliason para Your black horizon. Es un pabellón que consiste en un pasillo cuyas rítmicas columnas generan un espacio de luz. Por él se penetra a una sala oscura subterránea. En ella, Eliason creó una delgada línea de luz concentrada que atraviesa las cuatro paredes negras. Es la línea del horizonte a la altura de nuestros ojos. Luminosidad en un espacio arquitectónico esencializado, conforma un remanso que sirve de sitio de peregrinaje y ámbito de contemplación introspectiva para cualquier espectador. Tal vez una experiencia de inmersión nunca vista. El alto costo de sus habitaciones limita la estancia, sin embargo, puede ser visitado gratuitamente durante el día.
La sobriedad, e incluso, austeridad con la que el viejo monasterio ha sido recuperado, nos invita a reflexionar acerca de la vida de tantos hombres y mujeres que lucharon en épocas de desolación. Hoy, en un mundo lleno de interrogantes y urgido de respuestas, ante la incertidumbre de los tiempos por venir, se abren de nuevo las puertas para hacernos penetrar a lo que parecía muerto en un sitio que ha sobrevivido incluso a nuestra era de consumismo y frivolidad. Cargado de historia, de intención y de esperanza, el antiguo monasterio surge como una voz ancestral que nos habla de futuro. Su nuevo esplendor nos obliga a preguntarnos hasta dónde queremos llevar nuestra ansia de consumo, lujo y ostentación o, por el contrario, arrodillarnos ante la majestuosidad del pasado que se hace presente como un infinito de posibilidades.