El Gobierno de Andrés Manuel López Obrador desea modificar drásticamente el sistema electoral que ha venido operando en los últimos años. Se trata, obviamente, de un tema por demás polémico que plantea al menos tres preguntas. 1.- ¿Realmente se requiere un cambio sustantivo en el INE y todo lo que compete a las elecciones? 2.- ¿En qué consistirán los cambios que Morena propone? 3.- ¿Tiene el Presidente el músculo político para lograrlo?
1.- Transformar al INE. Algunas de las objeciones de López Obrador al sistema electoral que hoy existe son absolutamente legítimas; otras parecerían ser el resultado de una inconformidad puntual frente a resoluciones que, a su juicio, perjudican a su proyecto político y muestran un sesgo por parte de las autoridades electorales.
Existen problemas de concepción y de operación con el andamiaje legal e institucional, desde luego. Las excesivas atribuciones que se le fueron colgando al antiguo IFE en respuesta a las críticas y denuncias, exigieron un aparato oneroso y burocrático diseñado para micro gestionar gastos y actividades de campaña en lo formal, aunque en la práctica quedó envuelto en un esquema que permite el saqueo de las arcas públicas por parte de las dirigencias de los partidos. Se sustituyó al presidencialismo por una partidocracia ejercida a través de las fracciones mayoritarias en las Cámaras. No es posible pensar que el sistema electoral mexicano sea intocable a la vista de excrecencias como el Partido Verde o del Trabajo, en manos de familias y allegados, multimillonarios gracias a su habilidad para explotar las fallas del sistema; tampoco es para presumir el enorme costo de las elecciones en México, comparado a países similares.
Y por lo demás, no carece de razón AMLO cuando afirma que todas estas instituciones electorales, de competencia y rendición de cuentas no impidieron la desigualdad económica y política a favor de los de arriba y en detrimento de los de abajo. La corrupción o la injusticia social cundió en México a pesar de que proliferaron instituciones que otorgaron una pátina de legitimidad a una desigualdad crónica. Democracia formal acompañada por un abandono del interés de las mayorías.
Ahora bien, si todo lo anterior justificaría introducir cambios sustanciales en el INE y su operación, habría que cuidarnos de no tirar al niño junto con el agua sucia de la tina, como dirían los clásicos. Pese a sus defectos, el sistema electoral de hoy constituye un avance abismal con respecto al que existía antes, que estaba sujeto a la Secretaría de Gobernación y organizado para asegurar el triunfo del partido en el poder. Mal que bien, nuestros comicios han conseguido el objetivo último de todo aparato electoral: ser el instrumento válido para la competencia y la transición política de poderes, de manera pacífica y reconocida por los actores en disputa. La mejor muestra es el triunfo del propio López Obrador. Imperfecto o no, es un sistema que permitió la llegada al poder de un proyecto que explícitamente se plantea un cambio de régimen y, al menos en teoría, a contraposición de las élites. Y eso no es poca cosa.
2.- La propuesta de Morena. Lo que propondrá Morena seguramente será lo que el Presidente desea; el problema es que el contenido concreto dista de ser claro. AMLO ha pasado de la crítica de fondo (que llevaría a un replanteamiento de las tareas del INE y del ahora cuestionable papel de los partidos y su financiamiento) a la irritación por las decisiones de los actuales consejeros (lo cual conduciría a poner el énfasis en un recambio de personas y en la manera de elegirlos). Ricardo Monreal, líder de Morena en el Senado, dio a conocer que trabajaba en un proyecto de ley para abordar el asunto, pero de inmediato el Presidente “desautorizó” tales intenciones y asumió el liderazgo anunciando que habría un período de consulta abierta para considerar los posibles cambios. En este momento es una incógnita si el Presidente quiere sanear todo el sector o simplemente forzar los cambios de personal que favorezcan a su partido.
3.- AMLO y su capacidad para conseguir una reforma electoral. En la medida en que esto entraña una mayoría calificada en las cámaras, algo que Morena no tiene, modificar al INE y sus tareas requeriría el apoyo de una parte de la oposición. Eso significa que cualquier propuesta que suponga una ventaja para Morena en temas electorales sería rechazada por sus rivales. Si lo que está buscando el Presidente es un consejo más a modo, como dicen sus críticos, difícilmente se lo concederá el PRI o el PAN, a menos que quieran cometer harakiri, porque nunca volverían a ganar un fallo importante. Pero nunca debemos subestimar la mezquindad de las agendas personales de diputados y senadores dispuestos a entregar el alma con tal de conseguir una prebenda o un ascenso. Por otro lado, se ve difícil que el Presidente pueda sacar adelante una reforma que disminuya el poder y las prebendas abusivas de las que gozan los partidos políticos pequeños, porque depende de ellos incluso para alcanzar la mayoría necesaria para gobernar (aprobación de presupuestos y leyes secundarias, por ejemplo). Habría que recordar que, aliados o no, cuando se trata de sus propios intereses estos partidos votan a su conveniencia; por ejemplo, en contra de la iniciativa de Morena de reducir sus presupuestos o devolver el 50 por ciento de las participaciones que reciben del erario.
En resumen, hay razones legítimas para emprender cambios en el sistema electoral que nos rige, pero habría que estar atentos a que estos cambios sean un avance y no un retroceso en materia de independencia y neutralidad con respecto a los actores que se disputan el poder, y eso incluye al Presidente y al obradorismo. Y más atentos habrá que estar al proceso de definición de la propuesta que haga Palacio Nacional sobre esta reforma. Incluso con la mejor de las intenciones, el resultado final terminará siendo aquello que pueda conciliarse entre actores que operan bajo la lógica del beneficio político partisano y de corto plazo. Ya no digamos del interés nacional; a veces, incluso, ni siquiera en función del éxito de su partido sino de sus posibilidades de seguir en control de la dirigencia del mismo. Por esta razón resulta fundamental llevar la discusión a la comunidad en su conjunto e impedir que lo fundamental se resuelva en los corrillos y comederos políticos. La inercia del quehacer político lleva a que los temas decisivos no residan en las grandes declaraciones públicas, sino en el arreglo de los detalles en privado. Tomemos la palabra al Presidente y convirtamos el asunto en un tema de todos, porque en efecto, lo es.