Opinión

Brasil y México: distancia y desencuentros

Los dos países con las economías más avanzadas de América Latina y con mayor capacidad para implementar iniciativas regionales, Brasil y México, han interactuado poco desde el ascenso de Jair Bolsonaro al gobierno. En el pasado, Brasil y México, aunque alejados geográficamente, interactuaron en iniciativas regionales relevantes: fueron socios en la creación de ALALC, en 1960; ALADI, en 1980 y el Grupo de Río, en 1986. Pero el distanciamiento empezó antes y los desencuentros siguieron. ¿Por qué?

Varias razones contribuyeron a este cuadro. A nivel regional, en la década de 2000 la ola rosa marcó los mapas cognitivos predominantes de América del Sur e impulsó un proyecto de cohesión regional. En la dimensión interna brasileña, el acercamiento a Sudamérica se basó en la articulación entre desarrollistas, diplomáticos autonomistas y una comunidad epistémica pro-integración que incluía actores políticos y académicos.

Esta iniciativa tomó forma con el regionalismo posliberal y su principal organización, Unasur. En la política exterior brasileña, la Unasur y los países sudamericanos aprovecharían los esfuerzos del país para proyectarse con fuerza en el ámbito internacional, además de ser receptores del desarrollo brasileño. Durante este periodo, México llegó a solicitar su ingreso en el Mercosur como miembro asociado, pero le fue denegado.

México, a diferencia de la ola rosa, fue gobernado durante la década por el Partido de Acción Nacional, conservador y liberal en su economía. Tomó un camino diferente para ascender como actor global, acercándose a Estados Unidos y compartiendo votos con los países europeos en los foros multilaterales. Y siempre buscando neutralizar una proyección brasileña que molestaba al gobierno mexicano.

La oposición mexicana a la candidatura de Brasil a un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU fue un ejemplo. Otro roce fue la suspensión por parte de México, en 2005, del Acuerdo de Exención de Visados de Corta Duración (posteriormente restablecido en 2013), en un intento de frenar el paso de brasileños por el país para entrar en Estados Unidos.  

También hubo iniciativas de acercamiento, pero tenues. Se creó una Comisión Binacional para facilitar las negociaciones económicas entre ambos países. En el ocaso del gobierno de Lula, ambos países colaboraron en la creación de la CELAC, como parte de los esfuerzos del gobierno de Felipe Calderón por reconectar con América Latina.

En el ámbito económico, la firma por parte de ambos países de un acuerdo de complementación económica (ECA 55), en el marco de la ALADI, tenía como objetivo la liberalización del comercio y la integración del sector del automóvil. Propuesto por el presidente mexicano en 2009, ambos países iniciaron conversaciones sobre un futuro comercial integral. En cualquier caso, el comercio entre ambos no era (ni es) relevante para ninguno de ellos: distancia geográfica; poca complementariedad entre sus economías; preferencias comerciales condicionadas por el Mercosur, el NAFTA y China. 

Un giro político. A principios de la década de 2010 cambiaron ambos gobiernos: Dilma Rousseff en Brasil y el regreso del PRI al poder con Peña Nieto. Sin embargo, el gobierno de Rousseff no gozó de las circunstancias favorables de la década anterior. La crisis económica internacional interrumpió el periodo de auge.

En 2012, el gobierno brasileño decidió renunciar al ECA 55, debido al déficit de Brasil en el comercio de automóviles. Para evitar el colapso, los gobiernos firmaron un protocolo que establecía cuotas anuales de importación, pero las negociaciones del acuerdo binacional se interrumpieron. Dilma Rousseff realizó una visita de Estado a México en 2015, pero con escasos resultados.

Después de un duro proceso de impeachment, el gobierno de Temer adoptó una política exterior reacia a cualquier cosa que recuerde a la ola rosa. El tema de Venezuela fue un punto de convergencia entre Temer y Peña Nieto: ambos gobiernos fueron miembros del Grupo de Lima y condenaron al régimen de Nicolás Maduro.

Con el ascenso de Jair Bolsonaro en Brasil y Andrés López Obrador en México se produjo un nuevo distanciamiento. Aunque tienen coincidencias en la forma de abordar el tema de la pandemia —un negacionismo desde el principio—, sus posiciones políticas han expresado un gran desacuerdo. 

Mientras Bolsonaro adoptó una retórica crítica con Venezuela; López Obrador adoptó la defensa de una salida negociada a la crisis. Brasil reconoció a Juan Guaidó mediante la Declaración del Grupo de Lima, y México no suscribió la declaración. En cambio, compuso con Argentina el Grupo de Puebla. Mientras Bolsonaro apoyaba al gobierno de Jeanine Áñez en Bolivia, México daba asilo al expresidente Evo Morales. Brasil suspendió su participación en la Celac cuando México presidía la organización —el ex canciller Ernesto Araújo la acusó, vía Twitter, de dar “escenario a regímenes no democráticos”. Y está en Prosur, que no incluye a México.

Así, el distanciamiento y los desacuerdos no se deben únicamente a la geografía. Las diferencias político-ideológicas, las diferentes prioridades e intereses en política exterior y los desajustes comerciales han limitado el potencial de una relación bilateral. Una articulación armoniosa entre los dos Estados más grandes de una región no siempre es fácil.