La televisión es uno de los inventos más criticados por quienes han tratado de salvar la cultura de los libros y el arte. ¿Cuánto daño ha causado a la gente la cantidad de horas frente a este aparato? Es difícil saberlo. El mundo camina demasiado rápido y aún no hemos podido medir las consecuencias del uso ilimitado de este medio cuando ya vivimos otra realidad mucho más peligrosa: el aislamiento y la incomunicación a través de las miles, millones de imágenes que fluyen imparables, indiscernibles, inagotables en nuestros útiles e imprescindibles celulares.
Lo dijo Jean Baudrillard, hablando de la proliferación indiscriminada de la imagen. Es una especie de cáncer terminal, su metástasis por el descontrol e irresponsabilidad en el consumo nos lleva hoy a cuestionar a dónde queremos llegar en su sobreutilización. Junto a estos pequeños monstruos, el viejo armatoste llamado televisión queda como el enemigo no tan dañino condenado al silencio. El futuro inmediato en el que la mente humana se canaliza se ve tan mal que hasta se extraña una tarde de domingo consumiendo televisión.
La TV ya tiene una historia añeja. Las amenazas por los perjuicios que ocasionaría iniciaron desde sus primeros pasos. Conforme la “caja idiota”, como se le nombró, entró a los hogares, las familias se concentraron en un espacio común creado por el aparato. Los niños racionaron sus horarios de juego en la calle y sus lecturas imaginativas en función de su programa favorito.
Las primeras televisiones gigantes, de bulbos, no ofrecían más que unos cuantos canales en blanco y negro. Había que ponerse de acuerdo y negociar qué programa se vería. Había que compartir. La ley del más fuerte se volvió una constante en las casas. Al lado de los autos en las cocheras, el estatus de una familia se medía en función de qué aparato de TV se adquiría. Recuerdo un modelo que era al mismo tiempo tele, bar y tocadiscos con maderas de caoba pulidas y unas telas de hilos dorados que cubrían las bocinas. A qué hora había que apagar la tele y qué programas eran aptos para cada público, era un tema de consenso familiar o de imposición, en el peor de los casos.
La televisión en la cocina permitió que los niños hicieran las tareas mientras sus madres los supervisaban y al mismo tiempo planchaban y lloraban a moco tendido con Simplemente María o El amor tiene cara de mujer. Las telenovelas superaron la popularidad de las radionovelas que, a su vez, habían sido adaptaciones de novelas clásicas. Satanizada hasta el cansancio, hoy la antigua televisión evoca la idea de una vida que se nos fue. A pesar de sus discutibles contenidos fue una forma, quizá la última, de mantener a los miembros de la familia unidos. Camille Paglia habla de cómo sustituyó al hogar, ese axis mundi de fuego en el que las tribus se reunían a contar historias ancestrales.
La tele, aun y con su discutible programación, permitía que se establecieran conversaciones. Había quien increpaba a los villanos y se conmovía con las heroínas estableciendo un diálogo absurdo con el aparato. Los niños recibíamos lecciones muy básicas y elementales de civismo con el tío Gamboín y sus monos de peluche y nos moríamos por ser del cuadro de honor o nos aterraba la idea de ser del club de los “tatanecos” (que se chupaban el dedo), de Jorge Gutiérrez Zamora. Nos interesaba el Doctor IQ y tratábamos de responder las preguntas de El gran premio de los 64 mil pesos. Los Sábados con Saldaña, con su famosa sección “Sopa de Letras” nos acercaron a las mentes fascinantes de Arrigo Cohen Anitúa, Ernesto de la Peña y nos enamoramos de la ópera con Eduardo Lizalde y sus narraciones y anécdotas sobre las grandes producciones.
No faltaban las carcajadas en grupo ante las burradas de Ensalada de locos y Los Polivoces. La televisión permitió que descubriéramos la pasión por el teatro en los Televiteatros y nos lanzamos en nuestras primeras lecturas a partir de miniseries como Los Miserables con Carlos Ancira de villano y la muy joven Diana Bracho interpretando a Cossette. La gran mayoría de los que iniciaron la televisión venían del teatro universitario, del cine y de la radio. Los eruditos que se reunían en mesas redondas en un auditorio restringido se popularizaron y tuvieron un alcance enorme. Los programas culturales no eran para nada aburridos, cultura y diversión parecía aun estar ligados. Decía don Luis de Llano, el gran productor responsable de los contenidos, que la televisión debía ser entretenida y culta al mismo tiempo. No había razón para que el entretenimiento fuera para tontos y la cultura para aburridos.
La clase media mexicana era, como lo dijo Carlos Fuentes, ni muy rica ni muy pobre. En las casas había lo suficiente para cubrir medianamente los gastos del mes, aunque la quincena se agotara tres días antes. La vida se llevaba a cabo en los parques, en Chapultepec, una que otra vez en el cine y frente a la televisión en un ambiente familiar. Sin ninguna pretensión económica o intelectual, las historias, los consejos, el humor, los debates permeaban la vida a través de ese aparato como un tiempo de ocio. Eso era a lo que llamábamos cultura.
Pero como lo dijera Marshall Macluhan, el poder del medio fue tan eficaz, rápido y creció tan desmedidamente que incluso sus creativos fueron rebasados. Poco a poco los programadores de las empresas que hacían televisión se adueñaron de las ideas y de los sueños de todos y los diseñaron como control de un sistema político que podía medir incluso a sus votantes. “Yo hago televisión para jodidos”, la lapidaria frase de Emilio Azcárraga y con la que se consolidó como soldado del PRI, tenía que haber lanzado las primeras alertas.
Sin embargo, resulta que ese daño irremediable no era más que el anuncio de algo peor. El mundo reducido a pantallas personales ha desplazado al gigante llamado televisión como si se tratara de un ser mitológico o un dinosaurio. Visto en retrospectiva tal vez no era tan malo como los críticos se habían empeñado en exhibirlo. A partir de la aparición del primer celular, la tecnología avanzó tan rápido que hoy el mueble de la televisión es un objeto obsoleto.
Como una especie de “convidado de piedra” que controlaba la vida de todos, cedió el paso a la sobre información saturada de mentiras, al egoísmo de los aparatos que individualizan a la persona y la aíslan de los demás, a la masificación de las opiniones a través de las redes sociales, verdaderos campos de batalla de la mediocridad con muy poco que aportar.
La pandemia vino a condenarnos al aislamiento y aprendimos a vivir en él. Buscamos anestesiar nuestro malestar entrando en el túnel sin fin de internet y en él hemos aprendimos a sentirnos cómodos. Por increíble que parezca, preferimos estar lejos de los demás y socializar lo menos posible. Nos aterra que los jóvenes salgan, se reúnan y sean irresponsables con su salud, pero los adultos estamos aterrados de vivir cualquier contacto con el mundo de afuera.
No pudimos evitarlo, las costumbres de la pandemia cambiaron nuestros hábitos y se conectaron con una forma de vida que, con increíble rapidez, se adueñó de nosotros. El consumo a través de una pantalla se ha vuelto costumbre y ha dejado atrás las ganas de relacionarse, de experimentar la vida. La inercia y el aburrimiento nos hacen consumir basura y contenidos intrascendentes.
Como lo predijo Giovanni Sartori nos hemos convertido en homo videns. Seres que piensan, sienten y actúan en consecuencia de lo que miran, de las imágenes que perciben y cuya reflexión solo se da a partir de la imagen misma. La excesiva representación en internet superó por mucho la capacidad de una televisión encendida.
Cada vez que oprimimos el botón de una pantalla estamos contribuyendo a la metástasis de la que habló Baudrillard. No hay forma de abstraerse a un aparato que casi se ha vuelto nuestra mano y cerebro.
¿Cómo alejarse de una máquina que soluciona nuestras necesidades y pulsiones, que sueña y siente por nosotros? Parece menos complicado de lo que es: desconectar todos los aparatos y por un momento volver a ver lo otro, a los otros.