Ningún país puede funcionar sin gobierno, sin embargo, el mundo actual que, debido a su integración e interdependencia, cada vez se parece más al Estado/Nación, todavía carece de estructuras globales eficaces y equitativas, lo cual puede ser un déficit.
La mentalidad de gobernar, regir o liderar el mundo, aunque fue afectada, entre otras máculas, por el establecimiento de “zonas de influencia”, estuvo presente en los esfuerzos que condujeron a la instalación del actual sistema internacional vigente con sus estructuras políticas, comerciales y financieras supranacionales y sus organismos multilaterales que nacieron de consensos alcanzados mediante negociaciones al interior de la alianza antifascista durante la II Guerra Mundial.
Aquel proceso, desplegado entre el 1941 y el 1945 tuvo como hitos: la Carta del Atlántico (1941) y las conferencias de Moscú, El Cairo y Teherán (1943), Dumbarton Oaks, Washington (1944), así como Yalta, Potsdam, Chapultepec y San Francisco (1945). En la última, todavía la más importante reunión internacional de todos los tiempos, 850 delegados de 50 países, 19 de ellos latinoamericanos, aprobaron la Carta de la ONU.
La Carta de la ONU es el acta de nacimiento, la Constitución Política y la base jurídica de la sociedad internacional y de su sistema político que, entre otras cosas ha resistido la prueba del tiempo y los avatares del siglo XX e inicios del XXI, una época, aunque contradictoria, extraordinariamente fecunda.
Aquel proceso que no fue unipersonal y tuvo el objetivo de dotar al mundo de un liderazgo colectivo, estuvo conducido, de principio a fin por Franklin D. Roosevelt, Iosiv Stalin y Winston Churchill, gobernantes de Estados Unidos, Unión Soviética y Gran Bretaña, respectivamente, y otras decenas de líderes y diplomáticos de los países integrantes de la coalición antinazi, la mayor parte de ellos latinoamericanos.
No obstante, debido a la confrontación ideológica y al debut de potencias y países emergentes, algunos de los cuales no ocultan sus aspiraciones de liderazgo internacional, recientemente ha ganado espacios la crítica al sistema internacional vigente, especulando incluso con su liquidación. La base de esta corriente es la idea de que el sistema vigente ha sido impuesto por el Imperialismo Occidental.
Es cierto que, en diferentes momentos, se han puesto de manifiesto defectos y carencias en la institucionalidad internacional, especialmente en el funcionamiento de Naciones Unidas, con énfasis en el Consejo de Seguridad, paralizado por el veto y la Asamblea General, desprovista de autoridad real en asuntos mundiales, incluso omisiones en la Carta que pudiera ser actualizada, para lo cual, por cierto, existe consenso.
Tal vez para evadir los arduos debates que implicaría la reforma de la ONU, una entidad con unos 200 miembros, las potencias han optado por crear otras estructuras, así nacieron el G-6, el G-7, el G-8 y el G-20 que, en todos los casos son asociaciones de los países más avanzados cuyo defecto ha sido la exclusión de China y Rusia, carencia subsanada por el G-20 que, por su número y proyección, ha permitido incluir más países y matices, incluso tercermundistas.
El G-20, foro internacional creado en el 1999, tiene la virtud de acoger a gobernantes de todas las regiones, credos y colores políticos. A los siete más industrializados: Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido, se han sumado China y Rusia, además de México, Brasil y Argentina de América Latina. Turquía, India, Indonesia y Corea del Sur por Asia; Australia de Oceanía, España de Europa; Sudáfrica por el continente negro y Arabia Saudita de Oriente Medio. En total representan casi el 70 por ciento de la población mundial y el 85 por ciento del PIB mundial.
El G-20 tiene como asociados, entre otras entidades a: Naciones Unidas y sus agencias, la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, Unión Africana, Comunidad del Caribe, Banco Interamericano de Desarrollo y Organización para la Cooperación y el Desarrollo. El G-20, abierto a nuevas incorporaciones, parece estar en la línea de dotar al mundo global de un liderazgo colectivo que, sin excluir ni suplantar a la ONU, cuente con capacidades ejecutivas que aquella no tiene. Probablemente, para acabar con la guerra en Ucrania y dar chances a la paz, la entidad pudiera ser efectiva.
Para comenzar en la declaración final de la Cumbre recién finalizada en Indonesia contiene una idea magnífica: “La época actual no puede ser una época de guerra”.
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JG