Opinión

Como el elefante, Rusia carece de depredadores naturales. Es el país más grande del mundo, la 11ª economía y el mayor poderío militar mundial empatado con Estados Unidos. En Europa no tiene rival. Posee el mayor ejército dotado con el más poderoso cuerpo de artillería y dotación blindada, la armada y la aviación más temible, la más impresionante flota de submarinos atómicos y le sobran misiles. Sus ojivas nucleares y bombas atómicas superan las 6 mil y comparte el dominio del espacio exterior. No puede ser condenada en la ONU porque tiene derecho al veto.

Ningún país del mundo, ni todos juntos, excepto Estados Unidos pueden atacar a Rusia y sobrevivir a su represalia.

Para ir a la guerra, Rusia no necesita que alguien le envíe ayuda ni refuerzos y actúa libérrimamente, sin estar obligada a colegiar sus decisiones. Constitucionalmente, Estados Unidos debe contar con el Congreso para declarar la guerra, mientras la OTAN obedece a una dirección política y un mando colegiado, y depende de Estados Unidos. Rusia no repara en tales formalidades.   

No obstante, Rusia es el país del mundo con mayores preocupaciones de seguridad. ¿A qué le teme? Rusia no le teme a nada ni a nadie. Le temen a ella.

A Rusia le preocupa que la OTAN emplace en Ucrania misiles que en cinco minutos puedan alcanzar Moscú. Son los mismos minutos que necesita su cohetería para impactar, simultáneamente a todas las capitales europeas y, aunque Londres y París pudieran intentar una riposta, difícilmente se animarían a la inmolación que supone un segundo golpe masivo. Los europeos lo saben.

La “destrucción mutua asegurada” funciona para Rusia y Estados Unidos, no para Europa donde de 50 países, solo tres: Rusia, Francia e Inglaterra poseen cohetes y ojivas nucleares.

A todo ello habría que sumar las motivaciones que inspiran a los líderes y a los pueblos para librar batallas decisivas e inmolarse, como sucedió en la II Guerra Mundial y en la llamada Gran Guerra Patria, en la cual los pueblos de la Unión Soviética exhibieron un heroísmo sin precedentes y los jóvenes estadounidenses se enrolaban voluntariamente, las muchachas sustituían a los hombres en fábricas y haciendas y los afroamericanos pugnaron por un sitio en la epopeya para defender un país que los despreciaba.

Los “Ivanes, los Micha y las Katiuschas rusas que defendieron a pecho descubierto Moscú y Stalingrado, resistieron los cercos y la ocupación y los jóvenes que, desde todo los pueblos y ciudades de los Estados Unidos, heroicamente fueron a inmolarse a parajes tan remotos como Guadalcanal e Iwo Jima, pueden no estar disponibles hoy, entre otras cosas porque ahora no hay causas por la que valga la pena morir.

No es lo mismo combatir fuera de la patria para liberar a Varsovia, Bucarest, Sofía, Austria o Noruega del yugo nazi, que avanzar sobre Kiev o Minsk. No hay paralelo entre desembarcar en Normandía para aplastar nazis, vengar el holocausto, liberar a Paris y Roma que inmolarse en Crimea.

Los “milenials', cuya ideología se inspira más en el confort y el consumo, y cuyas experiencias bélicas se asocian a los videojuegos, quizás no respondan como lo hicieron aquellos jóvenes. En Chechenia, las tropas rusas despachadas por Boris Yeltsin no hicieron gala del heroísmo y la eficacia exhibida por las enviadas por Joseph Stalin a tomar Berlín o por Dwight Eisenhower para librar a París.   

Librar las guerras del siglo XX fue absurdo, provocarlas en el XXI cuando no hay reivindicaciones creíbles ni ideas sublimes y cuando no hay manera de invocar la defensa de la patria, es criminal.