Opinión

Democracias santificadas

Un poeta colombiano del siglo XIX, Ricardo Carrasquilla, no muy bueno por cierto, escribió un poema -Lo que puede la edición-, que hace parte de la preceptiva literaria de este país y que señala cómo el empaque, la aceptación de quienes pesan en la opinión general, que tienen poder para imponer su criterio, llega a colocar en la cima obras antes consideradas mediocres o nocivas. El poder transforma: “Hice un canto bermudino / Al cóndor; /Pero estaba en borrador / Y me pareció cochino. / Me lo hicieron publicar / En “El Día”,/ Lo leí con alegría, / Y lo encontré regular. / Luego en una colección / De poetas / Lo insertaron con viñetas, / Y dije: ¡es gran producción! / ¡Lo que puede la edición!”.

Asimilándolo a la política, cuando los países “de la gente bien”, los que el consenso de los poderosos consagra como sus aliados, actúan, no importa si llevándose por delante los principios, son acogidos en el seno de las democracias sacralizadas: ¿qué Estados Unidos invade Irak? Lo hace en defensa de la democracia. ¿Siria? Estados Unidos interviene para hacerle el favor a su población de librarlos de un tirano. ¿Sale de Afganistán con el rabo entre las piernas dejando en manos de los talibanes a la desprotegida población, especialmente a las mujeres, después del reguero de cadáveres que les dejó su intervención “sanitaria” en defensa de la libertad? Hizo todo lo que pudo, pero esos bárbaros árabes no entienden la democracia. Y así, podría alargar la lista hasta llenar el espacio de esta columna.

Ahora las democracias todas condenan -con toda razón- la inaceptable invasión de Ucrania por parte de Vladimir Putin, pero parecen enzarzados en una competencia para ver quién es más fuerte en su condena, para estar del lado de los buenos que, de paso, son los más poderosos, para mostrarse como adalides de occidente en vez de concentrar sus esfuerzos en lograr una solución negociada del conflicto, en ofrecerse como mediadores para evitar el sufrimiento del pueblo ucraniano y del ruso, porque en una guerra nadie gana.

Todos manifiestan solidaridad con los desplazados de Ucrania. Cuánto hubieran querido los millones de sirios que han salido huyendo de la guerra recibir siquiera una migaja de ese apoyo. ¿Y los palestinos? No hemos oído, ante las masacres, la ocupación, el despojo, los bombardeos y el desplazamiento de millones ni la condena al gobierno de turno de Israel ni el apoyo a sus víctimas. Los “bienpensantes” gobiernos demócratas de pronto dejan escapar una tibia declaración, pero los palestinos siguen estando solos en su tragedia.

¿Cómo puede entenderse que la condena y el repudio que merece Putin se extienda hasta impedir una presentación del Bolshoi y el veto a los atletas rusos? En las imperiales invasiones de Estados Unidos ¿algunas veces se vetó a sus atletas o artistas?.

La ceguera impide ver los matices del asunto. Colombia grita, denuncia por agresión a Venezuela cada vez que del otro lado tiran un triquitraque y amenaza con responder y lo mismo hace Nicolás Maduro. Hubiera sido mucho pedir que Volodomir Zelensky diera garantías de que no entraría a la OTAN y que la megalomanía de Putin le permitiera ver que había maneras pacíficas de exigir eso y el combate a los fascistas que innegablemente operan en Ucrania.

En Colombia ocurre algo semejante en su política interna: los “bienpensantes” presentan a Gustavo Petro como el peligro expropiador, el que nos convertirá en otra Venezuela o Cuba y sustentan su posición en propuestas del candidato que no son más que las que desde el año 36 del siglo pasado expuso el entonces presidente liberal Alfonso López Pumarejo para modernizar el país y establecer la función social de la propiedad.

La arrogancia de Petro en el trato no ayuda, pero esto no es un concurso de simpatía y esas consideraciones de la personalidad no pueden definir las opciones políticas. Sin embargo, es triste ver a personalidades honestas, democráticas, con agendas fácilmente conciliables con la propuesta socialdemócrata del candidato del Pacto Histórico, rechazándolo de plano y desperdiciando una opción clara de triunfo. Como nos ha ocurrido tantas veces; como en las elecciones anteriores en las que Iván Duque salió elegido porque el candidato de izquierda y el de centro no fueron capaces de poner por encima de sus egos la necesidad de defender el Acuerdo de paz, la lucha contra la corrupción y por un país más equitativo.

Ahora, por obra y gracia de las democracias sacralizadas, que definen cómo es aceptable pensar, Maduro dejará de ser el peor enemigo, el patán universal, gracias a la bendición de Joe Biden. No podíamos ser ajenos a esta campaña internacional tan arribista. Exportamos exmilitares, como los que fueron a asesinar al presidente de Haití, pero ahora del lado de “los buenos”. Como dijo uno de ellos a la revista Cambio, van a proteger a la gente de Ucrania porque “nosotros lo que sabemos es pelear”. Y tienen larga experiencia: guerra de Corea, Sinaí, Afganistán. Una nueva cruzada en la que participan 190 países; las de la edad media saqueaban y mataban en nombre de Dios y estos lo harán en el de la democracia.

Es posible que Putin los declare terroristas y alegue que puede desconocer del Artículo III común de los acuerdos de Ginebra que regulan el trato a combatientes capturados porque no serían militares sino mercenarios.

Por estos lares no tenemos por qué escandalizarnos: en 1985, cuando el ejército se tomó a sangre y fuego el Palacio de Justicia arrasando con magistrados, guerrilleros, empleados y simples visitantes, dejando un rastro de ejecuciones extrajudiciales, desaparecidos y torturados, el coronel Plazas Vega, dirigiendo el incendio desde un tanque de guerra soltó su frase macabra para responder a un periodista: “aquí, salvando la democracia, maestro”. Él estaba del lado de los “buenos” que defienden la democracia. Su democracia