En mis últimas clases fui excesivamente optimista al referirme a las guerras en pasado. Para el futuro las había descartado. Me equivoqué, o tal vez se equivocaron quienes no pudieron sustraerse a la tentación de apelar a lo que durante milenios fue un socorrido y despreciable recurso: la guerra.
En su obra “De la Guerra”, publicada en 1832 después de su muerte, Carl von Clausewitz, uno de los más importantes teóricos militares de todos los tiempos, afirmó que: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”.
Tal afirmación no se refería a las guerras del pasado, sino que aludía al inicio de un proceso en el cual, debido a la derrota de Napoleón, último caudillo europeo de su tiempo, la guerra se convirtió en un cometido de los Estados, y se realizaría en función de objetivos nacionales, entre ellos, las conquistas territoriales, dominación en el extranjero o hegemonía, empeño en el cual el emperador francés fue un precursor.
Luego, hubo otros caudillos. Entre los más conspicuos estuvieron el káiser Guillermo II, último emperador alemán, cuya agresiva política fue un factor decisivo para el desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial, y Adolf Hitler, promotor de la Segunda.
La Segunda Guerra Mundial pareció ser la última porque dio lugar a una alianza trascendental entre países con diferentes regímenes sociales, pero con la misma convicción de que las matanzas bélicas debían cesar, auspiciando la creación de un sistema mundial basado en el derecho que tuvo como núcleo a la ONU, la Corte Penal Internacional y las instituciones creadas en Breton-Woods.
Defectos aparte, a pesar de la Guerra Fría, las condiciones creadas proporcionaron 75 años de paz entre las potencias que, en algún momento, parecía que serían eternos.
Por razones diversas, al clima internacional de la Guerra Fría, que obligó a los Estados socialistas europeos a descuidar procesos internos y cuyos sistemas políticos acumularon déficits de democracia y derechos individuales que provocaron situaciones de extrema gravedad, entre ellas, la remisión de los regímenes socialistas y el colapso de la Unión Soviética.
La disolución de la Unión Soviética trajo como consecuencia que, en el espacio que había ocupado aquella superpotencia, surgieron 20 nuevos Estados, uno de ellos Rusia, que, aunque heredó parte de la económica soviética, se vio privada de enormes recursos, entre estos, 25 millones de ciudadanos que la sumieron en una profunda crisis económica, aunque siguió contando con el mayor arsenal nuclear y el asiento en el Consejo de Seguridad, lo cual le adjudicó el derecho al veto.
En aquellas críticas circunstancias, Occidente simuló apoyar a Rusia en el empeño por restablecer su economía y su estabilidad asociada a la restauración del capitalismo, lo cual llevó al país a una situación extrema que fue remontada en virtud del trabajo organizativo y el restablecimiento de la gobernabilidad logrado por el presidente Vladimir Putin, cuya obra sus compatriotas han reconocido con elecciones sucesivas.
No obstante, en lo que parecía ser el mejor momento del país y de su gestión y cuando frente a las enormes complejidades políticas del desempeño de Rusia que, de cierta manera, en los escenarios internacionales había recuperado alguna de la influencia internacional que en determinadas áreas tuvo la Unión Soviética, Putin decide procurar soluciones militares a situaciones y coyunturas políticas, y soluciones de seguridad que han llevado lo que nadie quería: la guerra.
La guerra, opción política que había sido virtualmente descartada del futuro, ha vuelto a Europa, ha retornado a Rusia y a Ucrania, donde de nuevo arrebata vidas, sepulta sueños y anula proyectos. Las guerras de ayer son hechos, las de hoy, aberraciones, las de mañana, no, mañana no ocurrirán. Parar la guerra y no ganarla es el objetivo supremo. ¡Háganlo!