Existen elementos para suponer que, el rechazo árabe a la existencia de Israel y la agresividad con que en el 1948 el recién creado Estado reaccionó, no sólo contra la invasión árabe, sino contra los palestinos a los que expulsó de sus tierras, más que a razones territoriales, se debió a motivos religiosos. A la altura del siglo XXI, el sectarismo, la intransigencia religiosa y otras formas de intolerancia son la génesis de grandes conflictos sociales.
Las guerras en Ucrania y Palestina, así como otros procesos políticos y socioeconómicos, en contradicción con las tendencias civilizatorias que privilegian el cosmopolitismo, plantean problemas abrumadores: ¿En qué creen los que no creen? ¿Por qué huyen o emigran los que no quieren huir ni emigrar? Y ¿por qué han de luchar los que no quieren luchar?
¿Por qué en algunos lugares es obligado creer en lo que creen las jerarquías religiosas o compartir la ideología de las élites dominantes; por qué ha de existir “una Policía de la Moral” y una muchacha es reprimida por no llevar velo, un joven condenado por levantar un cartel y alguien despedido por criticar a Benjamín Netanyahu o denunciar los crímenes que se comenten contra los palestinos? Y ¿por qué, para ciertos círculos norteamericanos, ser negro es motivos de sospecha?
Imperfecciones y acentos locales aparte, en democracia, estatus bajo el cual vive la mayoría de los países, el laicismo del Estado, la libertad de conciencia y culto religioso, así como las prerrogativas políticas son la regla. Con la excepción de unos pocos países cerrados al mundo exterior por razones políticas, o poco atractivos por motivos económicos, las sociedades modernas son extraordinariamente cosmopolitas y tolerantes.
La palabra cosmopolita, obviamente antiquísima, significa ciudadano del mundo. También persona que viaja con frecuencia a diferentes destinos. Por extensión, se califican así a los países y ciudades que acogen a emigrados, residentes o visitantes de muchas partes del mundo.
El país más cosmopolita es Estados Unidos que acoge al 20 por ciento de todos los emigrantes, un alto número de turistas y visitantes, negociantes, estudiantes, pacientes y otros. Las ciudades que mejor exhiben esa condición son Londres y Nueva York. En América Latina las palmas son para México.
En el 2022, la población de Israel se estimó en 9 millones 656 mil habitantes, de los que 7 millones 106 mil son judíos (73.6 por ciento), y 2 millones 37 mil, árabes (21.1 por ciento). El 21 por ciento de sus ciudadanos nacieron en el extranjero. En el 2019 (antes de la pandemia) el país fue visitado por 4 millones 551 mil 568 personas, la mayoría turistas.
En Palestina, con apenas 6 mil km² y una población de 5 millones 227 mil habitantes, cuyos indicadores económicos y sociales la colocan entre los países más empobrecidos e infelices del planeta, además de los más inseguros, ocurre lo contrario. Cuatro millones 22 mil 791, el 78 por ciento de su población, está radicada en el extranjero, no porque hayan emigrado, sino porque han sido expulsados por Israel. Obviamente, los extranjeros acuden poco allí y prácticamente no existe turismo.
Palestina que, es un Estado laico que, aunque con limitaciones, es gobernada por la Autoridad Nacional Palestina, una entidad civil sin vínculos ni obligaciones religiosas, como otros Estados árabes, acepta la existencia del Estado judío, no porque les guste, sino porque es un hecho que no pueden ni necesitan cambiar. El Estado palestino no está en guerra con Israel porque reconoce su existencia y porque, entre otras cosas, carece de Fuerzas Armadas.
Hamás, por razones confesionales, no nacionales ni territoriales, es intransigente respecto a la existencia de Israel, pero Hamás no es Palestina, ni siquiera es Gaza, y castigar colectivamente, con violencia atroz y armamento letal, a toda su población, incluidos a los que no comparten las proyecciones fundamentalistas y políticas de Hamás, que dicho sea de paso no son pocos, es un crimen atroz.
Debido a que se trata de un fenómeno político fuertemente contaminado con motivos religiosos, es legítimo apelar, además de a la ONU y las principales potencias, al Papa, a los rabinos y ayatolás, al dalai lama, a los pastores y a cuantos dignatarios religioso existen no para que intercedan a favor de unos u otros, sino en pro de los que sufren y mueren en Gaza e Israel.
La fe y las religiones, componentes de la espiritualidad y parte esencial de la cultura universal, tienen derecho a existir y a ser respetadas y protegidas, pero la intolerancia debe ser repudiada y la paz conquistada.