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Opinión

De cómo silenciar a un caricaturista incómodo

Zheger Hay Harb recapitula los métodos del poder para silenciar al caricaturista colombiano Julio César González bajo el seudónimo Matador

Matador, seudónimo del caricaturista Julio César González, ha sido despedido del periódico El Tiempo, donde desde hace 20 años ejercía su crítica social y política mediante sus dibujos, porque el abogado Abelardo de la Espriella, para vengarse de sus saetazos, publicó un episodio de violencia intrafamiliar del caricaturista, del cual se ha arrepentido y pedido perdón, además de haber cumplido su obligación legal de resarcimiento.

De la Espriella es de ese tipo de abogados con clientes muy poderosos, que además nos hace sentir vergüenza ajena cuando el arribismo lo arrastra a posar de cantante de ópera, a vestirse como un dandy del siglo XIX, a exhibir los vinos que puede pagarse con sus abultados honorarios, posar ante su avión privado y a otras excentricidades más que da la riqueza recientemente adquirida. Pero todo eso, así nos parezca de mal gusto, cae dentro de la órbita de su libertad y, como dijo la Corte Constitucional, del libre desarrollo de su personalidad y no tiene por qué ser objeto de reproche.

Desde luego, un caso de violencia intrafamiliar no cae en la órbita de lo privado, puesto que tiene el carácter de delito, pero utilizarlo luego de 10 años, para callar a un crítico incómodo, como es el caso, es una venganza rastrera de un abogado por la manera como el caricaturista ha destapado la calaña de varios de sus defendidos. En Colombia no existe cadena perpetua ni penas irredimibles. Si así fuera, medio país estaría en la cárcel y el Estado tendría que dejar de cumplir sus deberes sociales para dedicarse a construir sitios de reclusión.

El abogado sabía, además, que Matador era, desde hace rato, un crítico incómodo para el periódico El Tiempo, un medio que, hasta la llegada del actual Gobierno, siempre había sido aliado con el poder. Dejó de ser propiedad de una familia de periodistas que lo fundaron y conservaron hasta cuando decidieron venderlo al hombre más rico de Colombia, para quien es una empresa más de las muchas que posee. Así que están lejanos los tiempos en que varias de las mejores plumas del país tenían su nicho allí.

En el caso que nos ocupa, la esposa denunció a Matador por violencia, pero luego de tramitado en el seno del hogar y pagada la deuda con la ley, decidió que no quería que pasara a la esfera pública. Nunca más, como ella misma sostiene, se ha repetido un algo siquiera parecido en su familia.

Estos eventos, en tiempos de relevancia de la justa lucha de las mujeres por sus derechos y por evidenciar las conductas que las agreden y a las que aún hoy hay quienes no consideran de gravedad, son difíciles de juzgar escuchando al agresor. No para darle la razón, no para restarle fuerza a lo cobarde de la agresión, pero sí para escucharlo, de la misma manera como se oye el relato de un homicida. Y en estos tiempos en que nos encontramos buscando la Paz Total, para lo cual convocamos a los miembros de organizaciones criminales, no podría entenderse que no se escuchara a un agresor machista arrepentido y que ya ha pagado su deuda con la sociedad, la ley y su familia, mientras oímos a los responsables de crímenes atroces.

La censura a Matador no se da porque quien la promueva y el medio que la acoja, en este caso el periódico El Tiempo, sean adalides de los derechos de la mujer y feministas consagrados. Si escudriñamos, aunque sea someramente lo publicado en el periódico y las poses y frases del abogado, encontramos que no resisten un análisis feminista mesurado. La censura a Matador se da porque al fin encontraron el pretexto para quitarse de encima a un caricaturista de izquierda que, aparte el bochornoso episodio de violencia contra su esposa, ha demostrado ser una persona afable y con un acendrado sentido del deber familiar.

Hace más o menos un año, publicó caricaturas de un anciano con un parche en la cara, que iba a un centro de salud a pedir la eutanasia y debía retirarse luego de que esta le era negada reiteradamente. Se trataba de su propio padre que, atormentado por un cáncer, había obtenido la autorización legal para que se le practicara la eutanasia que la Constitución consagra como un derecho.

Matador asumió el caso con las únicas armas que posee: el amor a su padre, y su pluma, para denunciar la tortura que significa negarle a una persona, en el momento mismo en que ha tomado la difícil decisión de dejar la vida, luego de haber preparado a su familia para ese hecho traumático, el ejercicio de un derecho tan íntimo.

Así que de ninguna manera hay que quitarle relevancia a la violencia que, por única vez, hace 10 años, ejerció contra su esposa, con la cual, luego de pedir perdón y mostrado arrepentimiento, continúa como pareja consolidada con dos hijos más, posteriores a ese evento, pero no hay que dejarse desviar de la verdadera razón de su censura, que no es otra que la incomodidad que le produce al poder la acidez de su pluma independiente.

 

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