Tras las penurias de la Gran Guerra Patria, una tragedia saldada con 27 millones muertos, a la cual se sumó una difícil posguerra y las tensiones de la Guerra Fría, los pueblos de la Unión Soviética, en especial los de Rusia, en materia de seguridad interna, vivieron durante más de medio siglo en una especie de burbuja o zona de confort. La lucha de clases se remitió y la paz social era total, la delincuencia era mínima y el terrorismo desconocido. Un día en Moscú una dama me comentó: “Vivimos como en un falansterio”.
Aquel status ha sido radicalmente alterado, primero por los conflictos internos derivados del colapso de la Unión Soviética que estimuló el separatismo y condujo a intensas luchas, entre las cuales la más letal fue la guerra en Chechenia. Asociado a aquel suceso, en una década, en Rusia, ocurrieron cerca de 30 acciones terroristas extremadamente cruentas, algunas con toma de rehenes.
Entre ellas hubo atentados con bombas en los metros de San Petersburgo y Moscú, estaciones de trenes y trolebuses, descarrilamientos de convoyes ferroviarios, ataques a aviones, aeropuertos, teatros, escuelas, mercados, zonas residenciales, incluso acciones en el extranjero como el asesinato del embajador ruso en Turquía.
Entre los sucesos más impactantes estuvieron la toma de rehenes en el teatro Dubrovka de Moscú, en el 2002, cuando un comando terrorista tomó como rehenes a 850 espectadores. En el evento murieron 170 personas. En el 2004, en un colegio de la localidad de Beslán, Osetia del Norte, asaltado por terroristas perecieron 334 personas, 186 de ellos niños.
Concluido el conflicto, con alrededor de 100 mil muertos, más los mil que perecieron a causa del terrorismo, la paz retornó a Rusia que, bajo la dirección de Vladímir Putin disfrutó de un período de tranquilidad y de un sostenido aumento del bienestar, del prestigio internacional del país y de su liderazgo que, entre otras bienhechurías, conllevó a un crecimiento del comercio con Europa y al entendimiento con Estados Unidos.
Durante la luna de miel se establecieron relaciones con la OTAN, incluso se especuló con la idea de un probable ingreso de Rusia en la entidad. Aquel ambiente fue alterado por el empecinamiento de la OTAN que sumó nuevos miembros a cuenta de incluir a países ex socialista de Europa Oriental, la antigua Yugoslavia, incluso estados surgidos en los territorios exsoviéticos.
Aquel proceso ocurrió a pesar de que, en el 1989, durante la Cumbre de Malta entre los presidentes George Bush y Mijaíl Gorbachov, se puso oficialmente fin a la Guerra Fría, consecuente con lo cual, en el 1991 se disolvió el Tratado de Varsovia.
En aquel contexto, en el 1990 en un encuentro entre Gorbachov y el secretario de Estado norteamericano James Baker, este último se comprometió a que la OTAN: “... no avanzaría ni una pulgada hacia el Este”, promesa no escrita y burdamente violada. Ante hechos consumados, Rusia asimiló las maniobras de la OTAN, situando a Ucrania como una línea roja, lo cual tampoco fue respetado.
Ante lo insólito de la aventura, en el 1997, George F. Kennan, el diplomático estadounidense más reputado en temas soviéticos y rusos manifestó: “...Expandir la OTAN sería el error más fatídico de la política estadounidense en toda la era posterior a la Guerra Fría. Se puede esperar que tal decisión inflame las tendencias nacionalistas, antioccidentales y militaristas en la opinión rusa; tenga un efecto adverso en el desarrollo de la democracia rusa; restaure la atmósfera de la Guerra Fría e impulse la política exterior rusa en direcciones que decididamente no son de nuestro agrado…”. Así ocurrió.
En sentido inverso, actualmente puede estar ocurriendo algo semejante con la guerra en Ucrania, librada con una extensión e intensidad que no parecen haber sido calculadas y que, al margen de las operaciones militares, ha estimulado procesos políticos y económicos extremadamente negativos, no sólo para Rusia, sino para Europa y el mundo.
Entre esos fenómenos figuran el fortalecimiento y la expansión de la OTAN que ya sumó a Finlandia y se prepara para la inminente entrada de Suecia. La guerra con su largo brazo, ha desatado otra oleada de acciones típicamente terroristas al interior de Rusia, mismas que convierten en blanco a personas cuya intervención en el conflicto carece de significado militar.
Entre las víctimas más connotadas, no las únicas, figuran la comunicadora y periodista Daria Dúguina, el periodista y bloguero Vladlen Tatarsky y más recientemente el escritor Zajar Prilepin. Ser partidario de la política del presidente Putin o de la posición de Ucrania, defender con la palabra o la pluma, en los medios y en los ambientes intelectuales posiciones en las que se cree, incluso hacerlo encuadrado en medios y ambientes oficiales, es el modo como periodistas, académicos e intelectuales, ejercen la libertad de sustentar y divulgar sus puntos de vista, cosa que debe ser respetada.
El modo de enfrentar libros o artículos, es escribiendo otros, no ametrallando y bombardeando ni siquiera censurando. La batalla de ideas forma parte de la lucha política y de la guerra su más repudiable expresión, pero confundir una con la otra y aplicar la violencia a quienes, sólo usan como arma la palabra y la letra impresa, es una aberración que debe ser condenada.
Ninguna causa justifica el terrorismo que debe ser repudiado en todo momento, en todas partes y en todas sus formas. La paz llegará y como afirmó un poeta que conoció la guerra, los pueblos, ninguno de los cuales es culpable: “Regresarán del llanto...” y los idus volverán a florecer.
(*) Utilizo “idus” en sentido figurado, como sinónimo de “días felices”.