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Opinión

La especie humana vino al mundo a luchar y luchando está, no sólo contra los elementos, las adversidades y la ignorancia, sino también contra sus semejantes.

Uno de los letrados que, en 1945, desde Estados Unidos, un país que conoció la II Guerra Mundial sin apenas padecerla, llegó a Núremberg, Alemania, para juzgar a los jerarcas nazis por los crímenes cometidos durante la II Guerra Mundial y, espantado por las atroces revelaciones que conoció comentó:

“¿Cómo fue posible que un país tan culto y civilizado como Alemania, incurriera, tolerara y aplaudiera semejante barbarie...?” Un lugareño que lo asistía comentó: “Señoría, los hechos prueban no sólo la culpabilidad de estos monstruos; también sugieren que la civilización está sobrevalorada”.

Será que la civilización, expresión de la grandeza humana, y de la entidad ética y moral de la especie que nació desnuda, pobre e iletrada y, aprovechando potencialidades que ella misma desconocía, se hizo a sí misma, transitó de las cavernas a las estrellas, alcanzó las más altas cotas de los saberes, cultivó sensibilidades y emociones únicas, creó y disfrutó las bellezas más impresionantes y sutiles, practica la caridad y venera a Dios, puede estar viviendo una farsa construida por ella misma.

La humanidad que reacciona ante la opresión y los abusos, es la misma que los comete, los aplaude o se muestra indiferente. Tal vez en la realidad de que la civilización no cambió a la especie humana, sino que la hizo. El progreso le proporcionó las herramientas para idear los modos de trascender la pobreza y la indefensión y colocó a criaturas que no disponían de poderosas garras ni de afilados colmillos en el sitial más alto, residen todas las explicaciones.

La especie humana vino al mundo a luchar y luchando está, no sólo contra los elementos, las adversidades y la ignorancia, sino también contra sus semejantes. La civilización que generó el éxito de unos, creó el estancamiento de otros.

Ninguna característica del mundo moderno, cuyos paradigmas civilizatorios son los países más avanzados, es más visible que el desigual desarrollo y ninguna mácula es más oprobiosa que la pobreza, especialmente la desmesurada miseria en la cual se desenvuelven, siglos tras siglos, miles de millones de personas que integran no menos de la tercera parte de los humanos que pueblan la Tierra.

No existe ningún argumento más elocuente para dudar de los éxitos de la civilización que la propensión a la guerra en las cuales los humanos se matan unos a otros y es más estimado quien más hiere y mata. La sobrecogedora revelación de que en Ucrania en poco más de 500 días han muerto 400 mil personas y la frivolidad con que se divulga el dato, es un obvio desmentido a la condición humana.

Ante la elocuencia de la guerra electiva que sacude a Europa, uno de los emporios de la civilización, recuerdo al magistrado que 80 años atrás trató de comprender cómo la tierra que prohijó a Goethe y los hermanos Grimm, a Schiller, Thomas Mann y G?nter Grass. A Albert Einstein el científico más relevante del siglo XX y a humanistas como Hegel, Kant, Karl Marx, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger y Habermas y cuyos hijos han obtenido más de 100 Premios Nobel, pudo llegar a extremos de barbarie como los alcanzados con el holocausto y la ocupación de Europa.

Cuando se alude a “Estados fallidos” a los cuales, por razones políticamente se les imputan afrentas a los derechos humanos, recuerdo al humilde asistente que indicó al magistrado que la civilización estaba sobrevalorada y tal vez sea

 

 

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