La II Guerra Mundial es la mayor tragedia conocida por la humanidad, saldada con no menos de 100 millones de muertos en seis años (1939-1945). Su aritmética es macabra: más de 16 millones de muertos por año. Millones fueron también las madres y los padres, cuyos hijos no regresaron, los huérfanos y las viudas.
Nunca antes, ni después, se ejerció tanta violencia ni se exhibió tanta maldad. Ningún evento natural o social y ninguna tragedia, supera a la II Guerra Mundial como generadora de sufrimientos y humillaciones, de los cuales bastaría mencionar el holocausto de pueblo judío, la ocupación de Europa y la guerra contra la Unión Soviética. Nunca antes los combatientes habían exhibido tanto valor, determinación los líderes y capacidad de resistencia los pueblos.
Aquel evento fue también un momento estelar del proceso civilizatorio en el cual, por primera vez, la humanidad dejó de ser gobernada por la espontaneidad para hacerlo conscientemente. Por una vez las grandes potencias estuvieron de acuerdo: Pro mundi beneficio (**).
Entonces, tres estadistas, con justicia llamados los Tres Grandes, fueron los arquitectos que crearon el mundo basado en reglas. Su obra no fue perfecta, pero es el más trascendental aporte a la convivencia internacional. Ellos fueron Franklin D. Roosevelt (1882-1945), presidente de los Estados Unidos; Iósiv Stalin, líder de la Unión Soviética (1878-1953) y Winston Churchill (1874-1965), dos veces primer ministro de Gran Bretaña.
El mundo de hoy extraña su visión, su capacidad para negociar y su voluntad para realizar lo acordado; también su inmensa generosidad para con los pueblos oprimidos, no porque les regalaran nada, sino porque reivindicaron sus derechos, el principal de ellos el de la independencia nacional. En aquellos días, unos 150 años después de haberlo logrado América Latina, se puso fin al colonialismo afroasiático. No fueron perfectos y su gestión como gobernantes está lejos de haber sido inmaculada, pero trascienden a pesar de sus faltas.
En cierta ocasión, para un concurso con estudiantes de nivel superior, cada profesor recibió el encargo de redactar una pregunta. La mía fue: “¿Qué tuvieron en común un aristócrata neoyorquino, de apellido Roosevelt, cuatro veces presidente de los Estados Unidos; Stalin, el más relevante líder soviético después de Vladímir I. Lenin, en vida loado como un dios y condenado a la exclusión después de muerto, y un primer ministro británico, Churchill, amante de la buena mesa, el whisky y los habanos, conocidos como los Tres Grandes?
Una joven respondió, escribió: “La resuelta oposición al fascismo y la devota apuesta por la libertad de las naciones”. En próximas y sucesivas entregas les hablaré de ellos, no como quien hace un ensayo en el cual se elogia o se critica, sino como quien dibuja un retrato donde el contexto histórico es el paisaje.
(*) El Mundo de ayer es el título de una obra de Stefan Zweig que recomiendo. (**) Pro mundi beneficio. Lema original del canal de Panamá.