Refiriéndose a las tribulaciones políticas latinoamericanas, en una memorable alocución, Mario Renato Menéndez Rodríguez, fundador de los diarios POR ESTO!, se preguntó: “¿Y dónde están los demócratas? Cuando la derecha obtiene éxitos electorales —enfatizó—, no significa que haya fallado la democracia, sino que ha fallado la izquierda.
La soberanía popular no radica en que en las elecciones triunfe un partido u otro, sino en que haya elecciones”.
La democracia no garantiza la eficiencia del poder, que es un fenómeno temporal, dependiente, entre otras cosas, de la calidad de los liderazgos, pero asegura su legitimidad. La alternativa a una derrota electoral no es la supresión de la democracia, sino su perfeccionamiento.
Todas las revoluciones y todas las luchas sociales avanzadas se realizan en nombre de la democracia.
En Occidente, que es donde de modo más preciso, desde hace unos 300 años funcionan estas categorías, el poder de la derecha precedió a la existencia de la izquierda que, mediante la evolución o la revolución apareció como alternativa; por cierto, ello ocurrió en América donde se realizó la más trascendental de las innovaciones políticas.
El 4 de julio de 1776, representantes de 13 colonias inglesas establecidas en Norteamérica, reunidos en el Segundo Congreso Continental, adoptaron la Declaración de Independencia, hasta hoy uno de los documentos más trascendentales del pensamiento político moderno, entre otras cosas porque, según se ha subrayado, incluye alguna de las más esclarecidas ideas: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…”
Estas y otras inspiradoras ideas, esencialmente antimonárquicas, ejercieron una influencia decisiva en la Revolución Francesa de 1789 y en su Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, en la cual se enfatizó que: “El olvido o menosprecio de los derechos del Hombre son las únicas causas de las calamidades públicas…” Estos estuvieron presentes en las luchas por la independencia en Iberoamérica y en las repúblicas nacidas de esos empeños.
Allí, donde no florece la oposición legítima y constructiva, y unas ideas no son confrontadas por otras que apuntan a la búsqueda de soluciones más cabales a los problemas sociales, la democracia es imperfecta y contrae deudas con la participación ciudadana.
Lo que acaba de ocurrir en Europa, donde en las elecciones para el Parlamento Europeo —institución vital para el funcionamiento de la Unión Europea, una de las mayores conquistas políticas de la era moderna—, evidencia carencias en el desempeño político de la izquierda y son expresión del descontento popular que no repudia el progresismo, sino que lo castiga y le ofrece una oportunidad para rectificar.
Una trágica evidencia de las imperfecciones en las estructuras y en el desempeño político europeo es la guerra que, a la vista de las instituciones, se ha desatado en el continente. El hecho de que sean la OTAN y Estados Unidos quienes dicten las pautas que desataron el conflicto y lo alimentan es una deficiencia estructural que es preciso resolver.
Nadie, especialmente el Parlamento y las instituciones europeas, deberían pasar por alto que Rusia es un país europeo, que tal vez se equivoca al creer que alejarse de Occidente y confrontarlo con las armas puede ser una solución a los problemas globales.
Un tema sobre el cual volveré. El presidente francés, Emmanuel Macron, en parte responsable de la crisis y del manejo ineficaz de las contradicciones en el seno de Europa, mostró valentía política al llamar a elecciones y lucidez al expresar que, de ese modo: “devuelve al pueblo el poder para decidir quiénes son sus mejores representantes”.
Probablemente la más poderosa expresión del pensamiento político moderno se resuma en dos socorridas palabras: Nosotros el pueblo