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Quintana Roo

En algún momento de su carrera, Javier Rojo Gómez alcanzó un estatus reservado para muy pocos políticos: fue presidenciable. Sobrio en su trato, agudo en sus reflexiones, trabajador de muchas horas, honesto y austero, el hidalguense tenía muchos partidarios para ocupar la silla grande, mientras se desempeñaba como jefe del Departamento Central (o regente de la Ciudad de México) del presidente Manuel Ávila Camacho.

Producto de su generación, Rojo Gómez tenía las convicciones de un revolucionario. Sostenía, por ejemplo, que la emancipación de la gente dependía de su nivel educativo, y pugnaba porque el grueso de los recursos públicos se invirtiera en escuelas y bibliotecas. Pragmático, se pronunció por el reparto de tierras, pero advirtió las debilidades del ejido y pronosticó que, sin capacitación de los campesinos y sin asistencia tecnológica, esa modalidad de producción estaba condenada al fracaso.

La candidatura en ciernes de Rojo Gómez generó mucho entusiasmo, aun entre un sector muy proclive a la crítica: los intelectuales. Una de sus más decididas partidarias, la escritora Elena Garro (primera esposa de Octavio Paz), solía llegar a los mítines enfundada en creaciones de Christian Dior o Coco Channel, para apoyar con encendidos alegatos a este hombre que hablaba de suprimir la pobreza.

El régimen respondió con rudeza a las pretensiones de Rojo Gómez. Un año antes de su probable nominación, el diputado Carlos Madrazo fue desaforado, por un presunto fraude en la contratación de braceros. Más tarde gobernador de Tabasco, presidente del PRI y simpatizante del movimiento estudiantil de 1968. Falleció en un accidente de aviación en 1969, bajo sospecha de atentado, en las cercanías de Monterrey.

La causa real, sin embargo, fueron sus maniobras para integrar un bloque de legisladores en apoyo a la candidatura del regente.

Rojo Gómez entendió el mensaje y se disciplinó. Unos años más tarde aceptó ser embajador de México en Japón, y luego fue secretario del brazo campesino del PRI, la CNC. Pero poco antes de cumplir 71 años de edad, recibió una inesperada encomienda: ir a gobernar el inhóspito territorio de Quintana Roo, una de las zonas más empobrecidas y peor comunicadas de toda la geografía nacional.

Dada su amplia trayectoria política, más que una distinción, la desig- nación parecía un castigo. La entidad tenía muy escasa población, casi toda dispersa en comunidades selváticas e inaccesibles. El presupuesto era raquítico, apenas unos millones de pesos para las obras más elementales. Y la incomunicación causaba desaliento: no existía una sola carretera pavimentada y Chetumal seguía siendo la única capital estatal a la que se llegaba por un camino de terracería.

Apunta el historiador Francisco Bautista: “El punto más cercano era Escárcega, en Campeche, pero no había carretera, sino una simple brecha por donde salía la explotación maderera. Dependiendo de las lluvias, hacías entre 12 horas y dos días, una auténtica tortura. Chetumal era entonces un pueblo grandote, no se le puede decir ciudad. Apenas más que un campamento, una factoría, con casitas de quita y pon, todas de madera y lámina.”

Y agrega: “A mi me costó ocho días llegar, manejando desde la Ciudad de México. Ocho días, con un vehículo de doble tracción. Tenía que ir al paso, a vuelta de rueda, cuando el tiempo lo permitía. Tampoco había puentes y se dependía de pangas para cruzar ríos y lagunas. El primer alto obligatorio era Alvarado, y el más crítico Isla Aguada, con Ciudad del Carmen a la vista. De ahí seguía una tortura de 18 horas, recibiendo piquetes de millones de moscos, de agresividad extrema. Además, tenía que ir espantando los pavos y venados que salían en el camino. Eran parvadas grandes, no dejaban pasar, la brecha era muy angosta. ¡Había que bajarse a espantar a los pavos para poder llegar a Chetumal!”

El norte de la entidad no estaba mejor. Más tarde gobernador del Estado, Miguel Borge relata un viaje de sus tiempos de estudiante: “Tenías que tomar un barco muy lento que salía de Cozumel a las 11 de la noche. Si todo iba bien, llegabas a las 7 de la mañana a Puerto Juárez, y a las 8 salía el autobús que te llevaba a Mérida. Pasaba por todos los poblados, se detenía, subía y bajaba gente, y llegábamos a las cinco y media de la tarde. Pero si el barco se retrasaba y perdías el autobús, entonces agarrabas una plataforma de las que utilizaban para sacar el chicle, jalada por una mula. Así te ibas a Leona Vicario y ahí esperabas el autobús. Luego, en el parque Centenario de Mérida, agarrabas el tren, y te hacías otro día a Coatzacoalcos, y de ahí otro autobús, en viaje de nueve horas para llegar a México. En total, el viaje te llevaba cuatro días”.

Una sucursal del purgatorio, pero Rojo Gómez aceptó el desafío y, apenas llegar, puso el dedo en la llaga. Otra vez Bautista: “Comprendió de inmediato que lo primero que necesitaba Quintana Roo eran comunicaciones, no había forma de progresar sin ese requisito. Así que fue a ver a Díaz Ordaz y le explicó el asunto. El Presidente se lo tomó con sorna: para qué quieren carreteras, le dijo, si no tienen población. Pero Rojo Gómez se la volteó: precisamente, señor presidente, jamás habrá población si no hay carreteras. Ese fue el primer programa que se autorizó”.

Tras esa entrevista, fluyeron los fondos para completar el asfaltado de la carretera a Mérida (desde Carrillo Puerto, abierta en diciembre de 1969), y la Chetumal-Escárcega (que se inauguró en 1970, unos meses después del arranque de Cancún). Rojo Gómez también pudo presumir avances en dos ramales importantes (Bacalar-Carrillo Puerto, y en la zona norte, con carácter prioritario, Tulum-Akumal), y en algunos tramos sueltos (Tulum-Cobá, Puerto Juárez-Punta Sam).

Brilla por su ausencia la vía que conectaba Cancún con el resto del país, la carretera Valladolid-Puerto Juárez. Apunta Bautista: “Era un camino que no significaba tanto para Quintana Roo. Ni en lo econó- mico, ni en lo afectivo. En Mérida siempre se consideró el norte de Quintana Roo como una porción yucateca. Y al revés también: cuando se restituyó el territorio, hubo voces de protesta, voces de inconformidad en Cozumel, en Isla Mujeres, en Holbox, que querían seguir siendo yucatecos. Aquí lo sentían como algo diferente”.

No así Rojo Gómez, cuya condición de fuereño le permitía ver las co- sas con más claridad. Pese a las incomodidades, efectuó numerosas giras a la porción continental del norte, tomando nota de las precarias condiciones de la economía, que se basaba en la explotación del chicle, las maderas finas, y en menor medida, de la pesca. Y desde luego, cuando se enteró que el Banco de México tenía planes para crear una ciudad turística, se convirtió en el más ferviente partidario de la idea.

Tanto así que, al inaugurar una planta de hielo en Chetumal, allá por 1968, anunció de manera informal a sus acompañantes la creación de Cancún, con una inversión de mil millones de pesos (casi el doble de lo que realmente invirtió el Banco de México, con todo y el crédito del BID). Pero el comentario casual, captado por un reportero sagaz, se convirtió en noticia de primera plana en la prensa local.

Rojo Gómez, no hay duda, aportó la voluntad política que requería el despegue de Cancún. Con su largo colmillo, el gobernador com- prendió la magnitud del proyecto, aquilató la vocación turística del norte de la entidad y respaldó sin regateos la iniciativa de los ban-queros. Fue más allá: en una declaración pública, lamentó que “la actividad turística de Quintana Roo actualmente se limite a las islas de Cozumel y Mujeres, donde apenas se cubre una parte mínima de la demanda de turismo nacional e internacional”, para más adelante consignar: “Todo mundo pronostica que si un programa turístico se lleva a cabo con vigor y en la forma adecuada en el Caribe mexicano, esta zona del país dentro de unos cuantos años sería la atracción del mundo, con todas las ventajas económicas y sociales que de este hecho se derivarán. El pronóstico no es ilusorio si se tienen en cuenta los enormes recursos que México tiene en esta zona. Lo importante es trabajar con decisión y con patriotismo para convertir en realidad estos deseos”.

Algunos han querido ver en estas palabras el origen de Cancún y, sin demasiadas agarraderas, le atribuyen a Rojo Gómez la paternidad del proyecto. Hay versiones que apuntalan otras candidaturas (Lázaro Cárdenas, Miguel Alemán, Adolfo López Mateos), dependiendo más de las simpatías políticas que de los hechos reales. Desde luego, al contemplar la larguísima playa de once kilómetros de extensión del Cancún virgen, no era difícil soñar (y declarar) que sería una gran logro poblarla de hoteles y llenarla de turistas. Pero de eso a elaborar (y a ejecutar) un programa nacional de ciudades turísticas, hay un salto cualitativo importante.

Más bien, la exaltación de Rojo Gómez parece provenir de un sordo malestar que se percibe en algunas ciudades del Estado, que siguen considerando una intromisión inaceptable que un banco federal, sin tomar en cuenta la opinión de los locales, haya emprendido (y lo peor, ¡con éxito!) un proyecto que alteró la fisonomía misma de la entidad. Esa desazón profunda (que Rojo Gómez, hay que decirlo, nunca compartió), repleta de argumentos emocionales, no le hace justicia al personaje que pretende honrar.

Rojo Gómez fue un aliado invaluable de Cancún. Fue mucho más: un gobernante cabal, un hombre de ideas, un político de acción que se murió en la raya. Un ejemplo, sin duda, de la clase de gobernantes que necesitamos. No en balde, Quintana Roo le ha rendido un merecido homenaje (que no ha recibido ninguno de los fundadores de Cancún): por acuerdo de la Legislatura, su nombre figura en letras de oro en los muros del Congreso del Estado.

 

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