Por Yolanda Gutiérrez
Turistas que visitan el destino se tropiezan desde su llegada a Cancún con decenas de inconvenientes y molestias que, si bien no son sumamente importantes, no dejan de ser situaciones incómodas: desde ser acosados por prestadores de servicios hasta pagar el pasaje del camión a un dólar, con la consiguiente ganancia para el chofer, todo puede sucederles.
En las casas de cambio, el dólar se cotiza a la compra a casi a 18 pesos, lo que implica que al usuario le roban descaradamente cerca de seis pesos cada vez que paga el transporte urbano con billetes estadounidenses.
Y por este motivo, los choferes de las concesionarias se detienen a levantar pasaje en cualquier lugar, sin respetar los paraderos, conscientes que si los turistas pagan su pasaje en dólares, se ganarán unos pesos extras que, si se trata de una familia o grupo, redunda en jugosos beneficios.
Desde que ponen un pie fuera de su hotel, prestadores turísticos de todo tipo intentan que nuestros visitantes elijan sus productos y servicios, sin pararse a pensar las molestias que esta actitud ocasiona.
Mientras recorren a pie la Zona Hotelera, se tropiezan con un ejército de comisionistas, que intentarán convencerlos para que disfruten de alguna actividad náutica, conozcan sitios arqueológicos o se bañen en un cenote, sin contar con los “jaladores” de restaurantes y tiendas de artesanías que, en plena vía pública, abordan a los turistas, bien metiéndoles el menú casi por los ojos o convencerlos de entrar a sus establecimientos, según el giro.
A la altura de Plaza Forum, siempre hay varios sujetos disfrazados de personajes de cómics, que también acosan a los turistas y los persiguen hasta que, la mayor parte de las veces, consiguen su objetivo de que los visitantes se tomen fotos con ellos, para después solicitarles una propina por el “favor” de prestar su imagen.
En esa zona también se encuentran los vendedores de brazaletes, que corren detrás de los turistas hablándoles maravillas de los antros, pero si el turista logra sortear con bien todos estos obstáculos y consigue llegar a la playa ileso, aún le espera otra sorpresa.
Antes de acomodarse en los arenales para relajarse y disfrutar del sol, el mar y la arena, llega el acoso de los arrendadores de sombrillas y de los comisionistas de los restaurantes de playa, que a como dé lugar pretenden que los usuarios consuman los alimentos y bebidas que ofrecen.
Y para rematar, ejércitos de vendedores ambulantes se acercan a los camastros en los que descansan nuestros visitantes para intentar venderles sus variados productos, entre ellos desde bolsas de fruta en trozos, lentes para el sol, artesanías, objetos de supuesta alpaca, protectores contra agua para celulares, habanos y, en general, todo lo que uno pueda imaginarse.