Doña Angelina Saavedra, de 77 años de edad, es una de las dos mil 235 personas que en Quintana Roo padecen diabetes; ella tenía la ilusión de vivir con su hijo en Cancún, por lo que vendió su casa en la Ciudad de México y dejó para radicar aquí, sin embargo, el destino le tenía preparado otro rumbo, ya que antes de realizar su sueño su hijo perdió la vida dejando a Angelina completamente sola en esta ciudad, donde al poco tiempo su enfermedad la llevó a perder una pierna.
Los vecinos son su única familia, hace un mes perdió la segunda pierna, además de tener que acudir mensualmente al hospital para su revisión médica, lo que le angustia, ya que tiene miedo de contagiarse de COVID-19, sin embargo, es necesario que acuda a sus revisiones.
Angelina llegó a Cancún en 2016, su hijo compró un departamento en la ciudad, porque le faltaban algunos meses para jubilarse luego de 30 años de trabajar como maestro de primaria y quería pasar sus últimos años en el paraíso al lado de su madre, quien fue la primera en llegar, antes de cumplirse la fecha él falleció en la Ciudad de México.
Al verse sola en una ciudad, donde apenas conocía a unas cuantas personas, su salud se vio afectada al caer en una profunda depresión aunado a problemas con una de sus piernas que luego le fue amputada al padecer una fuerte infección, debido a padece diabetes desde hace 35 años, a consecuencia del terremoto de 1985.
“Mi hijo no llegó, se quedó en el camino y ahora no tengo a donde más ir, mis dos nietas viven en la Ciudad de México y son las que se encargan de mandar un poco de dinero para que compre las cosas que necesito”.
Patricia, vecina de Angelina es quien se ha hecho cargo de sus cuidados desde que ella enfermó, le ayuda a asistir a sus consultas y ha estado presente en las dos cirugías que afortunadamente no han costado ya que el finado la tiene asegurada en el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE). Todos los días Paty, como le dicen de cariño, le prepara el desayuno y la comida, mientras una joven les ayuda a bañarla y a moverla un poco, para evitar que partes de su piel se infecten por la humedad del sudor.
El confinamiento agravó su situación ya que al pertenecer al grupo de riesgo dejó de asistir al parque donde regularmente le daban un paseo para distraerla un rato, ahora ve pasar sus días a través de una ventana, donde el llanto es su único consuelo, además de sentir un miedo cada vez que tiene que salir a consulta médica, porque ve en las noticias lo peligroso que puede ser para los adultos mayores enfermarse de COVID-19. Para llevarla a cualquier lugar son dos personas que la tienen que cargar y subir a un taxi.
Los vecinos esperan que las autoridades puedan ayudarla con una silla de ruedas para moverla con mayor facilidad y otra para que realice sus necesidades básicas, además de una terapia psicológica para que supere la depresión con la que ahora se encuentra.
Por Angélica Gutiérrez