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Yucatán

Médico, obligado a servir a sus semejantes

“Hay médicos que abren su consultorio y empiezan a vender lo que aprendieron, pero esto no es una mercancía, lo que aprendió es a estar obligado a una realidad, eso que aprendió lo tiene que aplicar y no se cruce, porque unos le van a aplaudir y otros a criticar”, señaló el destacado médico dermatólogo Álvaro Vivas Arjona, recientemente galardonado por la Facultad de Medicina en el marco del pasado Día del Médico.

Por ello, al preguntarle el reportero su opinión del nuevo Secretario de Salud, su nieto Mauricio Sauri Vivas, el reconocido doctor contestó: “Sé que lo hará bien por su capacidad y juventud”.

“La vida es un reto y siempre hay una forma para vencer, tengo fe que de lo que yo he vivido forme parte y complemente la capacidad y juventud que él tiene en el marco de la política actual”, agregó el médico.

Relató que cuando él concluyó su formación en dermatología se fue a despedir del doctor Fernando Latapí, quien le dijo: “No crea que se va a perder lo que aprendió entre cuatro paredes, tiene que llegar al paciente, tiene que enseñarlo”.

Y luego relató que en Yucatán “no podía ir ni a la escuela ni al servicio, así que abrí mi consultorio y trabajé con unas monjas de Chuburná, empecé a decir que la lepra era curable, para unos eras un Dios, les dabas la modernidad, sin que cueste un centavo, pero otros que controlaban a las familias no me podían ver, era un intruso, el diablo, a tal grado que me dijeron que deje de decir que se curaba”.

“Pero formamos una sociedad, el Colegio de Dermatólogos, íbamos a los pueblos y dábamos conferencias a los médicos de los rumbos. Fue muy bonito, nos correspondían con el relleno negro y las cervezas heladas”, relató.

—¿Qué edad tiene, doctor? —abrió el cronista cuando el doctor entró al impoluto consultorio en el que le dieron la entrevista.

—En un mes cumplo 95 años. Han sido 95 años bien vividos, bien, bien vividos —remarcó.

Vivas Arjona hizo a un lado el bastón y se sentó. En el ambiente se sentía ese inconfundible aroma que tienen los consultorios de los médicos y el sonido que hacía el viejísimo aire acondicionado Samsung le daba un toque dramático a la conversación.

“Ahora que me preguntaste mi edad me acordé del Centro Dermatológico Pascua donde luego de pedirme mis datos me preguntaron que si podía dormir a la intemperie, que si podía montar a caballo, que si podía caminar grandes distancias. Pregunté si era militar y me dijeron más o menos. Luego comprobé que fue más y más, ja, ja, ja.

“Se llamaba Ladislao de la Pascua, era un hospital nuevo, se hizo por iniciativa del doctor Fernando Latapí, era un sabio, un científico, aprovechó la amistad con el Secretario de Salud y modificó el sistema antiguo de la campaña contra la lepra, le pusieron Campaña Nacional contra Enfermedades Crónicas de la Piel. Se trataba en este caso de borrar la palabra lepra, que es el estigma. Dicen que a los judíos los expulsó el faraón por miedo que contagie a su hijo de lepra.

“Pero yo no estoy de acuerdo, no se contagia tan fácilmente, en esa época se confundía con cualquier cosa con escamas, pienso que lo de los judíos era pelagra por desnutrición y sol. Los judíos trabajaban bajo el sol sin comer, la pelagra es desnutrición, dermatosis, defunción, se vio mucho en la época del henequén. Hubo en todo México.

Señaló que la lepra es una enfermedad más, completamente curable y es sumamente difícil de adquirirla. “Te explico. Nosotros desde que nacemos tenemos un sistema inmunológico que nos defiende con determinadas bacterias, pero la integridad en algunos pacientes está incorrecta por herencia, la predisposición se hereda y no tener defensas para que te dé”.

Advirtió que en el pasado se usaba el término como la religión, que era castigo de Dios, es un estigma, que estabas maldito.

“Yo fui a México, al Hospital General de la Ciudad de México, allá me entrenaron durante dos años en enfermedades de la piel, desde el principio fui instructor de grupo, todo marchó perfectamente bien, pero allá tenías que luchar porque te llamaban provinciano”.

“Y de encima el sastre que me hizo mi traje era boxeador y además bizco. El traje era azul pavo, uno era para las fiestas, bodas, quince años, los entierros, y para el baile de medicina sólo le agregabas una pajarita y listo”.

Relató que cuando llegó “a México me sentaron con los pacientes, me maltrató la enfermera, se llamaba Sofía, me acomplejó cuando entró el doctor Ortiz Monasterio, Dominic Beirut, un francés, y el doctor Curaçao, con su portafolio de piel de lagarto. Fuimos a la primera fiesta de Dominic y nos tuvimos que salir porque el que manejaba el elevador estaba más elegante que nosotros”.

“En las tardes íbamos al Hospital de la Pascua y te ponen pruebas como a los grandes licenciados. Llegué, me tomaron los datos, me pasaron con el que iba a ser mi jefe durante un mes, ya que me hizo esperar bastante tiempo cuando entré me dijo: para empezar cómprese un portafolio presentable, una libreta gorda con dos plumas, una cámara fotográfica con lentes de aproximación, eso le va a servir para que vaya anotando, no confíe en su memoria. Y en las tardes de seis a ocho va a la hemeroteca y allá va a pedir los libros adecuados para que haga un trabajo de todo lo que vio en el día, con las revistas, su historia hasta las de ayer. Y cuando llegue en la noche a su casa lo pasa a máquina, cene y haga eso”.

También me dijo que todo eso no era para que guarde. “Es para que lo aprenda, en cualquier momento que le quede libre abre su portafolio y lo lee, hasta esperando el camión lea algo, porque en cualquier momento te van a llamar por el director y le harán una prueba de aprendizaje, si es positivo qué bueno, pero si es negativo le van a decir que está perdiendo tiempo y dinero y nosotros espacio”.

Y luego relató una anécdota:

“Me dijeron: Baje usted, hay un enfermo, tómele sus datos, hágale su historia clínica y lo cite a las cuatro del día siguiente para su historia. Bajé y la recepcionista sólo se reía, el paciente que iba yo a ver era un indigente de la Ciudad de México, olía a excretas, orines, basura, una cosa terrible, cuando entré le di el golpe a los olores, aguanté la respiración, le dije que venga mañana y no llegó, pero se reían de mí. Y había un señor elegantemente vestido leyendo una revista. Me preguntó si era yo el paciente que esperaba y me dijo que él era. Y sólo se reían de mí”.

“Ese paciente me dijo: Luego de que me atendió me fumigaron, me pusieron un montón de medicamentos en el pelo para los piojos, me bañaron con un montón de jabones, el barbero me quitó la barba, el bigote, el pelo largo y luego me pasaron a un departamento con pasta de dientes, cepillo, jabón, una muestrita de perfume, mis cigarros Lucky Strike y me dieron un par de zapatos, calcetines, calzoncillos, dos camisas, una corbata, una chamarra y un saco y me citaron”.

Vivas Arjona relató que en esa época los jóvenes ricos de la capital del país, hijos de grandes empresarios que sólo se ponen la ropa una sola vez, la donaban para esas causas, además de que un comité de muchachas llenaron los almacenes de ropa nueva. “De ese modo el indigente iba más elegante que yo”.

“Así comenzó mi historia allá. Éramos ocho becarios, Frenkel, Leonel Carrillo de Panamá, una de Paraguay, una argentina, dos mexicanos, un jalisciense, un veracruzano. Cuando me presentaron en la primera recepción clínica me presentaron como de Yucatán. Me paré y dije muchísimas gracias por hacer la aclaración”.

Luego narró otra anécdota:

“En los roles me tocó con Leonel Carrillo en un departamento que se llama de contactos, que consistía en que la campaña no era sólo ver y curar al enfermo, sino rescatarlo, porque ni su familia quería saber de ellos.

“Conchita Estrada era de San Luis Potosí, muy querida, pero muy terrible en clase. Nos tocó buscarle al enfermo manchitas blancas o zonas en las que no sienta. Pero había que revisar todo, todo, pero Carrillo no revisó bien en las nalgas y los genitales, y Conchita le dijo que si era escrupuloso que vaya a su casa. Luego entró una muchacha y era como una belleza de cine y hasta los ojos nos brillaron y la doctora nos sacó, fuera de acá, degenerados, nos aporreó la puerta”.

“Carrillo era un millonario de Panamá que decía que no tenía por qué estudiar ni porque aguantar a la enfermera. Estaba llorando cuando sentimos la sombra del maestro Latapí, que usaba zapatitos de goma, no lo escuchabas llegar y luego de preguntar qué pasó, dijo: doctor Carrillo qué distancia hay entre México y Panamá, tantos, cuánto cuesta el pasaje, tanto, su esposa, una italiana, tanto, y abandonar sus negocios, tanto, ¿y para eso viene acá? Le preguntó.

“La otra anécdota es cuando ya te empiezas a llevar con los cuates, sales sábado al mediodía, vas a tomar la cerveza, la botana, García era de Nicaragua, tenía su coche íbamos al teatro o al cine, luego a comer unas tortas exquisitas. Pero como estaba casado y ya habían pasado seis meses me regalaron mi rosario, mi librito de misa, me pusieron estrellitas”.

“Fui con una monja, psicóloga, que usaba eso para curar, hubo un paciente que iba y como estaba reticente a consulta, lo terapeaba, le dijo que Dios era tan grande que había hecho todo eso, y has oído a los mayas, es una cultura tan grande que Dios trae a este doctor y me miró”.

—¿Se curó ese hombre?

—Sí. Pero así era el entrenamiento.

“Atendí a De Souza y nadie me dijo quién era, se trataba del jefe del departamento de la lepra en la OMS, con una firmita te mandaba a estudiar a dónde quieras, a París. Pero nunca me lo dijeron. Yo me enteré de a quien había acompañado viendo una película sobre El Che Guevara.

“Todo eso te transforma, te cambia, yo llegué y eran seis en esa casa donde me alojaron y donde me enseñaron a comer lentejas, porque un día no lo comí, al otro día, otra vez lentejas, tampoco, al otro día con un par de huevos, hasta que la señora me dijo que o comía eso o me iba, pero que dejara de botar mi dinero en otros sitios de comida”.

“No fue tan fácil aprender, los tiempos son distintos, no es lo mismo ahora que ayer y que antier, todo cambia, las formas de pensar”, señaló.

“La despedida fue un poco cruel, fue en la zona rosa y me dijeron: doctor, usted está asignado para ser jefe de la campaña de la lepra en el sureste de la República y nosotros dijimos que usted dijo que no, que porque si usted es bueno lo van a estar paseando por donde se haga mal. Mira dónde acabé”, finalizó.

(Rafael Gómez Chi)

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