Lorenzo Salas González
Durante décadas la población mexicana tuvo que aceptar que los hechos de los políticos fueran sustituidos por las palabras, de tal modo que aunque la realidad fuera muy mala, la repetición verbal de grandes logros, de los éxitos que se anunciaban desde las más altas tribunas, acababa por convencer de que no les iba tan mal como creían. Pero tanto abuso de la misma estrategia acabó por desencantar y hacer obsoleto el recurso.
Hasta en la televisión, que fue tan usada y abusada, ya no se convence al gran público, que reacciona en contra de quien pretende influir en las mentes de los espectadores. Posiblemente el fenómeno obedezca a que los conductores ya son pésimos para estos subterfugios, ya que los hacen con torpeza, como si los telespectadores no se dieran cuenta de las intenciones falaces y torcidas.
Apenas ayer martes 30, el decadente Leo Zuckermann pretendió reiteradamente convencer a uno de sus invitados al programa “Es la hora de opinar”, de que Andrés Manuel López Obrador estaba formando un grupo de amigos que serían los que se enriquecieran como lo hizo Enrique Peña Nieto con los propios. Pero el joven invitado reaccionó y le espetó al conductor: “No te obsesiones con esa idea que no me vas a convencer”. Esta respuesta tan franca y directa incomodó a Leo, quien evidenció su irritación diciendo: “Bueno, aquí yo soy el conductor y digo lo que creo y lo que quiero”.
Esta labor de contrainformación, de contradicción, también la hacen los jóvenes en las redes sociales, donde ya se daban casos de excesos en el lenguaje y de aparición frecuente de mujeres jóvenes con escasa ropa. No es que uno sea timorato, pero mujeres de más edad y más vestuario se quejaban y amenazaban con pasarse a otra red, si Facebook, por ejemplo, no le ponía límites a una y a la otra actitud. Y ni modo, a aceptar la demanda de la mayoría.
Esto es lo que no ha hecho Peña Nieto. Hay demasiadas evidencias en su contra por su nefasto desempeño, por su denunciada corrupción, a grado tal que hay la reiterada demanda de que se le juzgue y se le encarcele en caso de resultar culpable, lo cual nadie pone en duda.
Y es que no pasa semana en la que no aparezca un nuevo acto de corrupción cometido por alguno de sus cercanos o atribuido a él mismo. Aunque los datos se escapan de la cansada memoria, ahí están los casos de un legislador protegido de Peña, quien fue acusado de maltratar a su esposa y de haber secuestrado a sus hijos, a los cuales no puede ver la madre porque el padre no lo permite.
O el de un funcionario, del PRI, quien desvió recursos del erario para invertirlos en la campaña de su partido, o el famoso pervertidor de jovencitas del Distrito Federal –así se llamaba cuando los hechos–, quienes eran contratadas para secretarias y acababan de hetairas al servicio de los hombres importantes del tricolor. El respaldo abierto del jefe del Ejecutivo y la obediencia servil de los jueces, dejan muy mal parado a ambos poderes.
Y pongamos de soslayo sólo por hoy el enorme fracaso de la “reformas estructurales”, que sólo han servido para que se enriquezcan los grandes amigos del amigo presidente, el cual demuestra con harta frecuencia su deshonesta conducta y su ya innegable corrupción.
El presidente y todos sus cómplices deben de ser juzgados y acabar tras las rejas.