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Yucatán

Progreso, ayer y hoy

PROGRESO, Yucatán, 21 de agosto.- En este puerto, llenó de tristeza el ambiente social y artístico el fallecimiento del maestro de música don Bartolomé Loría Canto, quien se identificaba mucho con Progreso cuando venía con sus orquestas a amenizar los bailes, tanto populares como de las instituciones que celebraban alguna conmemoración.

El maestro Bartolomé Loría Canto fue un músico miembro de orquesta que en Progreso figuró mucho en los bailes de la temporada, cuando se organizaban en el malecón y otros lugares en la época de las orquestas muy populares, como la de Ponciano Blanqueto, Horacio Barrera, Eliazar Méndez y otros, cuya música gustó mucho. También fue reconocido por sus audiciones y cuando fue director de las orquestas famosas de la policía y de otras dependencias del gobierno.

Don Bartolomé estaba presente siempre, si no en persona, con su orquesta en el recuerdo de todos a los que gustó siempre su estilo y maestría, principalmente, en la música popular y de boda en el momento. Todos lo recuerdan en su especialidad con el cornetín cuando interpretaba el teléfono a larga distancia y otras que fueron favoritas del público que asistía a los bailes que amenizaba.

Que en paz descanse el maestro don Bartolomé, muy apreciado en todos los sectores sociales y artísticos.

Las temporadas veraniegas

Todo empezó en el mismo año en que se fundó Progreso, en 1871.

Incluso el día de la inauguración de nuestro puerto, la gente vino desde Mérida en coches calesas, carretas, en caballo y a pie, porque aún no había ferrocarril y sólo comunicaba este lugar con la capital del Estado una brecha, se querían lanzar al agua, pues era tan bonita la vista del mar en ese 1 de julio de 1871 que invitaba a refrescarse en la orilla, pues para entonces nadie sabía nadar.

Desde ese momento, repetimos, le echaron el ojo a Progreso y el primer centro veraniego estuvo en Yaxactún, ranchito de pescadores.

El mar es un atractivo delicioso para todos, pero también lo ha tenido el recorrido en la playa para ir levantando de la arena las cosas tan bellas que hay sobre el albo manto.

En realidad, se han perdido muchos atractivos, quien sabe por qué razón ya que el mar es el mismo, igual que las arenas.

La ilusión de los temporadistas desde que pisan la arena es recoger conchitas para llevar a sus casas o regalar. De antes salían a la playa cosas tan preciosas y raras que se podía formar un museo con ellas, además de conchitas y conchas de regular tamaño y de diversas tonalidades, se sacaban caracoles, caballitos de mar y erizos, piezas que forman la misma fauna, flora y, en ocasiones, objetos muy raros.

¿Para qué íbamos al malecón antes?

¡No, nada de eso! Si alguien lo mencionaba, era una falta de respeto, porque en aquellos tiempos la mujer era muy recatada. Al malecón iba la gente más bien para admirar su rostro. ¡Qué lindas meridanas! ¡Qué guapas nuestras progreseñas! Si acaso oler el perfume que despedían, admirar el paisaje y escuchar música de los viejos compositores. Los novios, agarrados de la mano, junto a los padres. Diciéndose cosas amorosas que sólo ellas escuchaban.

Si quería uno ver algo más, sería una parte del tobillo a la rodilla. Los vestidos eran largos y se usaba mucho el “chapín”.

Los muy morbosos le comunicaban en secreto al amigo: “¿ves? ¡Está velludita, velludita! Entonces no entraba la moda de la hoja de afeitar. Eso sólo lo hacían las bailarinas que venían en las compañías, porque la pierna era su atractivo.

“Nuestras bellezas partían plaza en el malecón con sus vestidos un poco más debajo de la rodilla y sus chapines.”

En la actualidad, los que van al malecón, sólo miran hacia abajo o hacia el pecho de las mujeres. “¿Viste eso?”, así son las insinuaciones que se escuchan. Los tiempos cambian. Ahora el rostro es lo de menos.

Crónicas de toros de

“El Mago” Septién

Es fiel con nosotros hasta el heroísmo. Su ruedo -ella lo sabe- es el más bello y el más digno de América, pero ella no puede detenerlo por sí misma de todos los atentados que sobre él se comenten. Su destino que sería solamente el de las grandes proezas, el de las nobles hazañas, el de las auténticas figuras, se convierte a cada paso en escenario de desvergüenzas y falsificaciones, en teatro de engaños y componendas. Y el deber de su defensa y dignificación nos corresponde a los veinte mil que de ella extraemos vida y alegría, y ella debe ver con una infinita tristeza que sólo nos acordamos de su existencia para el disfrute veloz y afanoso del domingo y que nada, absolutamente nada, hemos hecho para engrandecerla y dignificarla.

Empresas y empresas -regímenes y regímenes- han pasado por ella, se han enriquecido y nada le han dejado, apenas si hipócritamente la retocan un tanto el día en que una nueva sociedad inaugura la temporada o toma posesión, que es lo mismo, pero hasta ese retoque tiene fines mercantiles de propaganda. Le han sacado miles millones de pesos y ninguno de los aprovechados se ha cuidado de cubrir su macizo esqueleto de hierro, que ustedes pueden ver desnudo al aire, recibido el azote de la lluvia y del frío tostándose a los soles de todos los años. Nadie le ha levantado un cerco digno y bello que la proteja y delimite y, desde sabe Dios cuando, subsiste esta inmunda barda ruinosa cubierta de papel sucio y colorines de cabaret. Ninguno ha pasado en construirle puertas anchas, solemnes y bellas: todos tenemos que entrar por esas bocas de mesón viejo…

El cesto del mercado

Del libro Cráter porteño, autor Romeo Frías Bobadilla

En los viejos tiempos cuando el peso tenía una gran capacidad de adquisición, las amas de casa iban al mercado con tremendo cesto para poner la compra, con un peso lo llenaban. Parecía que compraban para poner un expendio. Necesitaban cargador para acarrear la mercancía, se compraba por centavos entonces, las monedas de cinco, diez y veinte centavos tenían un gran valor, “las peloncitas” de diez eran las que más rifaban.

Dame un centavo de esto, dos de lo otro y cinco de cualquier artículo necesario para el almuerzo, las carnes no pasaban de cincuenta centavos, el salario era suficiente para el gasto diario y hasta quedaba para guardar.

Todas las mujeres iban al mercado con su cesto, la visita a ese lugar era imprescindible, todos los días, nada se guardaba, no había refrigerador.

Cuando la señora llegaba a su domicilio, a desempacar, ¡cuántas cosas traía mamá del mercado! Y saben ustedes por cuanto, no, sólo un peso. Hoy ni con cincuenta ni con cien la harían las amas de casa. Por eso se vive enojado y de mal humor por el desastre en que estamos viviendo.

Médicos

De las anécdotas del cronista

Un día hablábamos de las noches inolvidables que pasaban los chavos relatando cuentos en el parque de la Independencia, en los años de adolescencia del que esto escribe, que ya casi se pierden entre las nubes del tiempo.

Esforzando un poco la memoria, en esos años casi toda la muchachada que vivía en los alrededores del parque se reunían para contar cuentos muy sabrosos, entre ellos Emilio Lucero, excelente amigo, que acaba de rendir la jornada de la vida en Los Angeles, California.

Uno de los muchachos que aspiraba a estudiar para médico, como ya estaba recabando datos sobre su futura profesión, extrajo de su memoria un relato muy jocoso.

Señaló que estaban unos alumnos en la facultad en una clase con el maestro Dieguito, quien con el bisturí cortaba el cuerpo de un difunto para ir mostrando los órganos.

“Atención -les dijo- para ser un buen médico, hay que tener dos cosas básicas: ojo clínico y buen estómago. Vean como corto y luego pruebo con el dedo, porque esto hay que hacerlo forzosamente”. Los alumnos torcieron la nariz de repugnancia. Y casi daban las espaldas a esa clase tan repugnante.

“Tú, pedro”, dijo el maestro dirigiéndose a uno de ellos, empieza la prueba. El muchacho por poco devuelve el hígado. “Ahora tú, Juan. Haz lo mismo”, el joven tomó el bisturí, abrió, metió el dedo y lo chupó. El resultado fue que el estómago se le subió a la garganta.

Llegó Pepe, un tercero, a hacer lo mismo y no pudo ni acerca el cuchillito, porque le vino un mareo tan terrible que fue necesario acostarlo en una de las camas del hospital.

El maestro, ante el fracaso de la clase, mortificado, los reunió a todos y les dijo: “ustedes no serán buenos médicos porque no tienen ni ojo clínico ni buen estómago”. Se los digo por esto, yo meto este dedo en el cuerpo del muerto, pero el que chupo es este otro…” Claro, fue solamente un cuento, para pasar una noche divertida como los demás que relataban los compañeros.

¿Colesterol?

¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!

Si en otros tiempos se le hubiese dicho a una persona que el colesterol o triglicéridos mata, nadie hubiese seguido comprando su carnita con mucha grasa y huesos de tuétano para el puchero.

Y en el caso del frijol con puerco hoy se pide: “por favor, quítele toda la lonja que pueda, deme la pura carne”.

Como nadie sabía lo que podía meterse en las venas, a la hora de comprar un taco de cochinita “no olvide ponerle su pellejito, hígado, orejita, lengüita”, etc.”.

“De preferencia, señor, mucha grasita y la tortilla revolcaba en su caldo”. Eso era en el almuerzo, porque en el desayuno se disfruta éste con mucha mantequilla y queso, y si ese día el vecino o algún amigo mató su cochinito: “mándeme medio kilo de chicharra con mucho puyul y medio de morcilla, con su mantequita y para el almuerzo, quiero un kilo de lomitos con hígado, riñón, corazón y pajarilla”.

Que iba a creer esa gente que todo eso puede hacer un daño terrible. Y todavía centenares de mujeres que van al mercado piden: quiero medio kilo de puerco pero con mucha grasa” o “con mi carne póngase una buena ración de huesos sustanciosos”.

A la hora del almuerzo, medio mundo pide al que sirve la comida, “que mi bistec tenga mucho jugo o sírvame dos pares de huevos con un buen trozo de tocineta encima”.

A nadie le preocupaba nada lo que comía. Hoy, para la ciencia médica, todo contiene colesterol, esa sustancia que se impregna en los vasos sanguíneos y que de repente hace que le dé a usted un “patatús”. Los que cuidan su vida, cuando van ahora a la tienda piden, “por favor, pero que sea light”.

Vamos a llenarnos hoy hasta reventar

Papas rellenas de atún

Si no tuvo tiempo de comprar “mandado”, o le llegaron visitas de repente, la solución es la lata de atún que guarda en la despensa, y esta riquísima receta.

Lave muy bien 6 papas medianas, úntelas con mantequilla o margarina y “tatémelas” sin agua ni nada al horno o en una cacerola tapada. Córteles una tapita por arriba y, con cuidado saque la pulpa para hacerla puré mezclándola con una cucharadita de sal, ¼ de cucharita de pimienta, 2 cucharadas de cebolla picada, ½ taza de pimiento verde picado y 2/3 de taza de leche. Bata todo muy bien y cuando la mezcla esté esponjosa agregue el contenido de una lata de atún, desmenuzado y ½ taza de queso rallado. Coloque el relleno en las papas y métalas al horno otros 10 minutos, o sírvalas sin hornear. Son de lo más sabroso.

¿Qué sabe del pescado?

Los pescadores de caña de agua salada consideran al plateado macabí como uno de los mejores peces desde el punto de vista de la pesca deportiva. Pez cosmopolita de mares tropicales, en el Golfo de México se encuentra desde Tamaulipas a Campeche, donde también se le conoce como: chile, lisa francesa, pez señorita, piojo, sanducha, etc. ¿Lo ha pescado? o ¿comido?

Dice el nutriólogo

“La desnutrición durante el embarazo hace que el niño nazca también desnutrido y con un alto riesgo de perder la vida durante los primeros meses. La futura madre debe comer alimentos variados y de la más alta calidad nutritiva”. Como el pescado.

(R.F.B.)

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