Conrado Roche Reyes
Hace ya muchos años y parece que fue ayer. Cada ocasión que lo recuerdo viene a mi mente la plana del periódico de aquellos ayeres con el título a que ahora me referiré.
…En la ciudad de los cerros / Muy digna de mil coronas / Abundan tanto los perros / Que los perros son personas. Por aquella época (Izamal), existía en lo que en los pueblos (aunque Izamal es ciudad, los yucatecos llamamos pueblo a todo lo que no sea Mérida) viene siendo el “cabo”, camino a la hacienda Tebec (propiedad entonces de mi abuelo), como en muchas comunidades más o menos grandecitas, su pequeña “zona de tolerancia”. Esta consistía en una serie de cuartitos en forma de “L”, en medio una pequeña plazoleta y que funcionaba todos los días del año. Las mujeres que ahí laboraban hacían su agosto en el mes de diciembre, que es cuando se festeja a la patrona del pueblo, la Virgen de la Concepción, la Santísima Virgen de Izamal, patrona y reina de este estado, y el pueblo literalmente se engalanaba con la presencia de miles de visitantes de las haciendas y pueblos circunvecinos, por lo que ellas obtenían mayores ganancias, ya que la clientela proliferaba. Por entonces –aún no se rendía culto a la nueva religión de México, Yucatán incluido, es decir “el juego del hombre”: el intoxicante y opiáceo fútbol– era la feria más rumbosa de toda la Península de Yucatán. Se efectuaban corridas de toros todos los días que duraban los festejos. Toreaban los “matadores” más cotizados de sus respectivas épocas: “el Chel” Cabrera, Abelardo R. de León, al que un enorme cebú mató en el tablado Izamal, Felipe Chiu, los hermanos Mariano y “Joselito” Canto, etc., etc., quienes previo a la corrida de toros que por entonces se efectuaba a la vuelta de casa de mis primos Calero, en la plazoleta de El Toro, eran paseados por todo el pueblo en coches de caballo llamados allá “Victorias”, ante el estampido de los voladores, los alucinantes olores de los salbutes y los panuchos más otras fritangas, los juegos mecánicos y el gentío en multitud ascendiendo ex convento de San Antonio de Papua a venerar a la Santísima Virgen del Camarín, las interminables “hiladas”, varias “pequeñas explosiones, como su nombre indica, estallaban una tras otra y al final una “bomba”. Los gremios cada uno con su respectiva charanga, en fin una verdadera fiesta. Y por las noches, después de acudir a lo que propiamente era “la feria”, el baile en el Palacio Municipal con las mejores orquestas de Mérida: Ponciano Blanqueto, el recién fallecido Bartolomé Loria Canto y su trompeta de oro (en Campeche fue acusado de fraude porque su trompeta no era de oro, juar juar), Los Aragón, la orquesta Mérida de Secundino Pech, La Sonorámica de Alfonso Madariaga, etc. Eso sí, los blancos bailaban en los altos del Palacio y los indios en la parte de abajo hacían lo mismo y se “mamaban”.
Bien, después de disipado el humo que duraba la feria, cuando la bulla se terminaba, la vida seguía su rumbo normal… lo mismo que la zona de tolerancia. esta era regenteada por el entonces jefe de la policía local. Todo marchaba con la calma chicha de Izamal, que precedía a la tormenta.
Sucede que un grupo de señoras, de las del “centro” cuchicheaban y chismeaban acerca de aquel lugar de perdición, mismo al que sus maridos, todos sin excepción, eran clientes frecuentes, organizaron un alboroto en contra de las pobres hetairas y del comandante llegando al grado de acudir a la llamada entonces “la Biblia” del yucateco, el único periódico de circulación numerosa en la entidad a exponer sus quejas sobre dicho escabroso tema (de verdad que hay gente que no tiene otra cosa que hacer más que joder al prójimo).
Al día siguiente, con grandes caracteres se podía leer en dicho diario “Trata de blancas en Izamal”. Gran alboroto y chismería en el pueblo –no creo haya gente más chismosa que la itzalana, dicho sea esto con la mejor intención y me incluyo–. Cuando el comandante, dueño del lugar, leyó el periódico, entró en pánico y de inmediato citó al Palacio en donde estaban sus oficinas a las personas “visibles” del lugar –los “invisibles, léase mayas, pues eso eran: invisibles–, y les explicó que aquello que publicó el diario eran puras mentiras y los invitó a acudir a la zona de tolerancia para que dieran fe de que aquello era una calumnia. La comitiva llegó al non sancto lugar, y una a una las pupilas fueron siendo presentadas a los visibles del pueblo. Después de este pase de lista y que cada una de las suripantas regresó a su respectivo cuarto, el comandante exclamó con la seriedad que el caso requería: “¿Ya lo vieron?, nada más me quieren perjudicar, mírelas usted doctor –dijo a un visible– puras “atabacadas”, ninguna blanca, es una difamación eso de la “trata de blancas”.