Fernando Worbis AlonzoRelatos sorprendentes
Para José Antonio Gamboa Vargas, cerca su 65 cumpleaños
Me gusta pensar que la gente de nuestra generación nos tomábamos en serio la vida, aunque no tuviéramos acceso al torrente de información que tienen hoy los jóvenes a mano, tal vez porque nuestra educación se basaba en principios y valores, sustentados en la convicción de que la recompensa y el disfrute genuino sólo pueden ser productos de la templanza, con su amplia carga de contención y del trabajo tenaz, a diferencia de la cultura hedonista, paradójicamente siempre insatisfecha, en la que subsisten las nuevas generaciones como producto de lo que llamábamos antes la sociedad de consumo.
Pensar que nuestra vida era diferente, porque no rehuíamos al compromiso y, por el contrario, procurábamos cumplir con nuestra palabra, tal vez, porque nos considerábamos personas de honor.
El asunto es que por honrar una promesa que yo había realizado junto con mis compañeros de infancia Mariano y Fernando, a los 28 años de edad me mantenía célibe, pues habíamos jurado abstenernos de tener sexo hasta que encontráramos el amor verdadero o, por lo menos no intercambiar monedas a cambio de una relación sentimental o física. Y aunque el pacto era difícil de cumplir, mi dedicación al estudio y las actividades académicas me mantenían distraído de mis apetitos naturales. No obstante hay circunstancias, voilá, que pueden hacerte flaquear.
En esa época estaba realizado unos estudios de posgrado en la Université des Sciences du Langedoc Ruisillon, en Francia, gracias a una beca que obtuve más por los resultados en un examen de selección, que por mis buenas calificaciones o mi aplicación en el francés, cuando casualmente salimos de vacaciones de verano y decidí, no sin cierto sentimiento de culpa, no regresar esa vez a mi tierra, para adentrarme un poco más en la vida común y corriente de aquel país y en su cultura.
La oportunidad se presentó cuando, en la universidad, nos informaron que estaban reclutando gente para que trabajara en la vendimia de uno de los cientos, tal vez miles, de huertos familiares que han prestigiado la elaboración de vino tinto de la región de Montpellier, y pensé para mí mismo: ¿qué mejor manera de integrarme al espíritu francés que participando en una vendimia? Además ganaría mis buenos francos, que era la moneda del país antes del euro.
Una vez tomada la decisión sentí que las cosas se desencadenaron pues, pienso ahora que el ambiente festivo que prevalece en las labores de cosecha, en especial la de la uva, se apodera de ti y te hace sentir con intensidad la joie de vivre.
Lo recuerdo muy bien, transcurría el mes de agosto y en los preparativos de las labores conocí a Claude, la sobrina del propietario del viñedo, que comandaría los trabajos de mi brigada. Por alguna razón que a veces, por modestia, atribuyo a mi extranjería, sentí que entre los dos se establecía una corriente de simpatía sin presentir, no conscientemente al menos, que pudiera transformarse, peligrosamente, merde!, en una poderosa atracción.
Y, aunque era un poco mayor que yo, no nos costó mucho trabajo intimar y me enteré -ella me lo contó- que se sentía “désolée” por una decepción amorosa que no había terminado de superar, lo que despertó en mí profundos sentimientos, al principio desinteresados, por consolarla.
Pero, sea por el ajetreo de la vendimia, o quizá por el calor del verano. Tal vez por la contención que por tanto tiempo había practicado -no lo sé, no estoy seguro- se derrumbó el muro de mi imperturbabilidad y “ce matin” acerté, como en un ingenuo juego de dardos, a lanzarle la brizna de un sarmiento que fue a dar en medio de sus dos redondos y bronceados pechos.
Ella sonrió y me advirtió que su tío no podía verme, ergo si él nos veía juntos: Vive La France!, por ello quedamos en que pasaría por mí, a la Rosiere, cerca de Verts bois, donde me hospedaba, para ir al cine. Pasó a mi cuarto pero, c’est la vie, no llegamos a la función. Fue mi primer contacto en la vida con el gineceo verdadero.
Luego choses de la vie, tuvimos que separarnos, pero no puedo dejar de recordarla de vez en cuando, sobre todo en verano, o cuando descorcho una botella de vino tinto.
Corría el año de 1984. Si encuentran un vino de esa cosecha, no duden en comprarlo, es una excelente producción. No se van a arrepentir.