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Yucatán

Por Víctor Salas

Mi chichí Juanita tenía un nicho en cuyo interior había una sola imagen, la de Cristo Sacramentado. Era una talla en madera muy bien trabajada y mejor ornamentada. Sus enagüillas eran de brocado con hilos de plata, teniendo a un costado una piedra grande, que decían era un topacio. En vez de clavos, sus pies y manos eran sostenidos por una especie de rosetones de plata. Sus cabellos, muy ensortijados, le cubrían los hombros. Además de la corona de espinas, tenía clavada en la cabeza un aderezo como si fueran rayos, también de plata.

Delante del nicho, para principios de noviembre, ella colocaba una mesa de regular tamaño, la cubría con un mantel muy blanco e iniciaba la colocación del alimento a las Santas Animas. (Nunca empleaba la palabra Hanal Pixán). Ponía, yuca dulce, calabaza melada, flores de amor seco, jícaras con chocolate, cítricos pelados, atados de jícamas, un vaso de agua y un poco de comida. Las velas las colocaba en el piso y los inciensarios con el estoraque repartidos entre los platos de la mesa. El humo de las resinas tenía que mantenerse vivo todo el tiempo, al igual que la luz de las velas. Ella rezaba en solitario durante el día. Era hasta el atardecer cuando llegaba la rezadora y el señor de la serafina, quien cantaba y acompañaba musicalmente aquel ritual. La ofrenda, ahí se quedaba, a la espera de las ánimas. Un dato curioso es que nunca ponía alguna fotografía. Decía que ese alimento era para todas las ánimas. Después del rezo, nos reunía a todos los chiquitos y nos contaba cuentos de muertos, aparecidos y anécdotas de los escasos familiares residentes en el otro mundo.

El Cristo del topacio siempre me llamó la atención, por sus costosos aditamentos que nada tenían que ver con los humildes objetos del Cristo en la cruz. Y hasta hoy mantengo viva su imagen. ¿De dónde lo habría adquirido, mi chichí, que era una sencilla cocinera? Esa imagen divina no correspondía a su nivel económico. Hoy día de los Fieles Difuntos o las Santas Animas, repensando las cosas, llego a la conclusión que se lo debe haber obsequiado alguna de las familias a las que les brindaba servicios culinarios, los Ponce y los Barbachano a quienes guisaba tortugas en pastel, pavos en escabeche, en relleno blanco o relleno negro y todo tipo de fritangas para las fiestas dominicales o para las reuniones sindicales de los trabajadores de la cervecería yucateca, cuyo local estaba ubicado en la calle 65 con 70, domicilio que hoy ocupa el teatro Libertad. De alguna de esas familias debe haber recibido también, los muebles suecos que engalanaban su sala. Eran unas mecedoras muy grandes, de petatillo, fabricados en madera tubular pintada de negro; las acompañaban seis sillas del mismo modelo. Estas últimas se colocaban frente al nicho del Cristo del Topacio, el día de las Santas Animas y eran ocupadas por igual cantidad de invitados para rezar por la paz de las almas de los difuntos.

Nosotros escuchábamos los rezos escondidos detrás del largo mantel, debajo de la mesa, esperando ver llegar a algún ánima para agarrar su porción de alimento. En el fondo nos emocionaba esperar ver cómo se iba desapareciendo la comida de la mesa de las ánimas.

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