Víctor Salas
Después de su habitual alocución informativa, Juan Carlos Lomónaco dirige dos formas musicales que le subyugan, el preludio y la obertura. El primero fue el de Los Maestros Cantores de Nuremberg y la segunda la de Tanhauser. Pero el plato fuerte de la noche era la Cuarta Sinfonía de Mahler en la que participaría la invitada de lujo, Irasema Terrazas, “una de las mejores voces de México”, según palabras del director de la OSY.
Concluidos los tres movimientos formales de la cuarta mahleriana, Irasema Terrazas, enfundada en traje largo oscuro, de hombros descubiertos, con los cabellos sueltos a la altura de su nuca, entra, cabizbaja, caminando lentamente, hasta llegar al lado del podio del director orquestal. Entonces estampa sus ojos azules al lunetario. Abre el libreto del texto que interpretará. La orquesta se silencia. Viene de tocar un adagio largo, larguísimo. Ha concluido la tercera parte de la sinfonía mahleriana y ya todo está dispuesto para dar inicio al cuarto movimiento que emplea un poema perteneciente a la colección “Des Knaben Wunderhorn”. Este lied fue escrito en el año 1892 y su orquestación fue realizada el mismo año. Este último movimiento lo había pensado Mahler como el séptimo de la tercera sinfonía. Es un canto a los goces celestiales. Según el propio Mahler “cuando el hombre, maravillado pero confundido, pregunta qué significa todo esto, el niño le responde, así es la vida celeste”. Empieza con una introducción en la que el clarinete presenta un motivo escuchado en la parte final del anterior movimiento y la soprano canta con esta misma melodía los primeros versos, disfrutamos los placeres celestiales y evitamos los terrenales. ¡Ningún tumulto mundano alcanza a oírse en el cielo…Llevamos una vida angelical! ¡No obstante, somos muy alegres: bailamos y brincamos, brincamos y bailamos! (…) El vino no cuesta un penique en la bodega del cielo y los ángeles cuecen el pan. Sabrosas verduras de todo tipo crecen en el jardín del cielo. Suculentos espárragos, frijoles y cualquier cosa que deseemos. Generosas fuentes están a nuestra disposición, jugosas manzanas, peras y uvas. El jardinero nos lo permite todo (…) Si algún día lo necesitaras todos los peces nadarían alegres junto a ti. Allí, San Pedro camina con sus redes y cebo.
Como es fácil ver, nos encontramos frente a un texto bucólico, campestre, rústico, aunque suceda en el cielo. Es congruente con la música que en su primera parte es pastoril y retomada para la última parte.
Para escuchar a la invitada especial de la OSY, hubo que esperarse casi cincuenta minutos de los cincuenta y cuatro que tarda la obra en su totalidad. Al ejercer su canto, Irasema, lo hizo solamente por tres o cuatro minutos de ese tiempo. Es probable que, por esa condición, su animosidad fuera tanto severa como austera, aunque su voz fue un límpido manantial por donde las palabras corrían con la transparencia de ese fundamental líquido.
La orquesta, de manera coincidente, se remontó hasta las alturas metafísicas buscadas por Mahler, para poner junto a nosotros la plácida paz que buscaba el autor de la obra, al hablarnos del ideal celeste, donde todo se tiene y nada nos cuesta. Es un socialismo idealista o celestial. Quizá por eso el poema me pareció emparentado con algunos poemas nerudianos, que era, casualmente, socialista.
Cada sección de la orquesta exponía sus motivos sonoros con tremenda claridad y dominio del oficio. Metales y maderas sonaron, nubemente (concepto de Octavio Paz) a fanfarrias celestes.
Unidos, metales y cuerdas, nos despacharon esa larga obra de manera tan expresiva que el tiempo nos transcurrió con brevedad y alcurnia sencilla, esa que es el verdadero leit motiv del arte.
Al concluir la obra se dejó venir una verdadera ovación que dejó cara de satisfacción en todos los integrantes de la orquesta yucateca.