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Yucatán

Ariel Avilés Marín “Danos al menos el derecho de darnos nuestro pan,

No sólo el que era el símbolo de algo,

Sino el de miga y cáscara,

El pan nuestro”

Mario Benedetti.

En tiempos no tan lejanos, podía yo disfrutar de un placer incomparable. Desde las cuatro de la tarde, salir al fondo del patio y aspirar, y mi sentido del olfato se embriagaba de un aroma delicioso. El fondo del patio de mi casa, la del barrio de Santa Ana, colindaba con un horno de leña, era de Don Vicho, el inolvidable panadero del rumbo. Cada tarde, sin faltar una sola, Don Vicho horneaba artesanalmente su pan con leña, y ese tradicional método tiene un aroma que no se compara con ningún otro.

La panadería artesanal, es un bien cultural de nuestro pueblo, un rasgo más del mestizaje que hizo más rica la cultura de esta Nuestra América. Originariamente somos una cultura del maíz, el trigo se incorpora a ella a partir de la llegada del hombre blanco y barbado que llegó de allende el mar, pero al paso de los siglos la cultura del pan toma patente de nacionalidad y se incorpora a la vida diaria de todos los hogares de esta parte del continente, la nuestra. Hace poco más de medio siglo, en las mañanas, y por las noches, la canasta repleta de pan era una presencia obligada; el maridaje de una gran taza de humeante chocolate, con su correspondiente pan francés y pan dulce, era el noble y delicioso sustento de todas las familias. Los unos, con mesa cubierta por mantel de alemanisco, tazas de porcelana, cucharas de cristofle o plata, “pan de las Vales” y mantequilla Dos Manos, la danesa, la de lata dorada que se abría con su llavecita lateral, y se podía agregar una rebanada de queso de bola, de marca Torre Martini, desconocido ya hoy en día. Los otros, en mesa de basta madera, tal vez con colorido ahulado adornado de flores o frutas de colores o con la cubierta de madera desnuda, en tazas de loza de El Anfora, si no es que en jícaras, quizá una cucharada de Margarina Deliciosa en un platito y sin faltar el pan de la panadería de la esquina más próxima. Pero, los unos y los otros, saboreando y compartiendo el gusto por el pan.

El pan artesanal es todo un delicado arte de nuestros países. La noble y deliciosa concha la encontramos a todo lo largo y ancho de nuestro país. Sentarse en el Gran Café de la Parroquia, en el puerto de Veracruz, y pedir un lechero, con la metálica sonoridad de una cuchara golpeando con frenesí el grueso vaso de vidrio, no sería un placer completo si no se acompaña con su inefable “bomba”, una deliciosa concha, cuya delicia se catapulta al poner en su seno una cucharada de mantequilla, y ser horneada hasta dorarla. ¡Esto es un placer incomparable!

En Xalapa, Veracruz, cuando la familia De la O vivía en la calle de Corregidora, muy cerca de su casa había un viejo panadero llamado Don Luis; en su traspatio tenía su horno de ladrillos de barro y elaboraba el pan más delicioso que uno pueda imaginar. Todos los días, a la hora del almuerzo, Christian Pappas llegaba con una gran bolsa de papel de estraza, repleta de bolillos calientes, recién salidos del horno de Don Luis. Una mañana salí con los niños al centro de la ciudad, cuando veníamos de vuelta, pasamos junto a la casa de Don Luis, el aroma del pan horneándose era verdaderamente delicioso e irresistible, decidimos tocar la puerta de la casa; una amable anciana nos franqueó el paso, era la esposa de Don Luis; lo llamó y Don Luis nos invitó a ver el pan salir del horno. Con una larga y ancha paleta de madera, Don Luis levantaba los panes del piso del horno y los depositaba sobre una mesa de madera engrasada con mantequilla, depositados los panes, su esposa procedía a sacudir sobre ellos una lata con el fondo agujerado para escarcharlos de azúcar, los unos, y de canela con azúcar los otros; otros más, recibían unos brochazos de huevo batido, y regresaban al horno para tomar un acabado diferente, brillante y dorado. Don Luis, esbozó una amplia sonrisa al saber que los niños se habían interesado en ver cómo hacía su pan; y con gran alegría le dio a cada uno una pieza de caliente y delicioso pan, recién salido del horno. ¡Aquello no ha tenido hasta hoy, comparación alguna!

Hace más de sesenta años, en Telchac Puerto, aledaña al Palacio Municipal, donde en la actualidad hay todavía una panadería, había una gran casa de paja, era la casa de Doña Anita y su hija Anita, ahí en su patio, había un horno de barro que funcionaba con los pedazos de los extremos de las bases de la ramas de las palmeras de coco, y en ese horno, todos los días, se hacía muy buen pan. En la gran pieza de la casa de paja, había una vidriera de madera y cristal, en ella se exhibía el pan dulce y el pan francés; todo el puerto de Telchac desfilaba en la mañana y en la tarde a comprar pan de Doña Anita. ¡Recuerdos que están vivos en el fondo del alma!

En la ciudad de Campeche, en la parte amurallada, existe hasta hoy una panadería llamada La Nueva España, su pan, es pan tradicional, exquisito y crujiente. Conchas, hojaldras, zaramullos, biscochones, cuellos, alfajores, polvorones y, desde luego, deliciosas barras de pan francés, hasta con su hoja de huano, llenan sus anaqueles. En el camino de esta ciudad, para Mérida, en el poblado de Pomuch, existe un pan tradicional y artesanal que no se parece al de ningún otro lugar. El famoso Pan de Pomuch tiene personalidad propia. Se dice que su secreto está en que está hecho con manteca natural de cerdo, ésta puede o no ser la razón, el caso es que el Pan de Pomuch no se parece al de ningún otro lado.

En la Ciudad de México los cafés de chinos hacen su propio pan, el cual es de un sabor delicioso. Ahí, en ellos, pides un café en el desayuno, y una mesera solícita te lleva una gran charola de pan dulce para acompañar la cálida y aromática bebida. El pan es una cultura que nos hermana a todo México, En Chiapas, en Michoacán, en Veracruz, en Colima, en Zacatecas, en Guanajuato, el pan es, el nuestro de cada día. Pasar por un lugar y percibir con deleite el aroma que despiden los hornos en los que se está procesando este entrañable alimento nos lleva a evocar al poeta nacional Ramón López Velarde, y decir con él: “Y por las madrugadas del terruño, / en las calles como espejos, se veía / el santo olor de la panadería”.

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