Roldán Peniche Barrera
Yucatán Insólito
II
La vieja mestiza de nuestro cuento fue acaso la primera minimalista entre las vendedoras de antojitos en la historia yucateca: su puesto ubicaba en una esquina del Parque Hidalgo (o “de los Hidalgos”, su nombre original) y apenas constaba de una mesa y dos sillas, aparte, por supuesto, del fogón, el comal y los enseres de cocina propios de este tipo de negocios.
Según el Dr. Eduardo Urzaiz, era ésta una mujer muy cerca de los cien años, llamada por sobrenombre Tonicha. Vestía de hipil y lo mismo se le veía muy temprano en la mañana sirviendo desayunos de panuchos y chocolate que por las noches, para quien quisiera cenar el mismo menú.
Su mini-puesto era muy visitado; muchos hacían cola para ser atendidos pues ya explicamos que sólo contaba con una mesa y dos sillas y nada más. Sobre el particular, dice el apreciado tenor y compositor yucateco D. Gustavo Río Escalante (a quien por cierto nunca lo incluye en sus programas sinfónicos el Mtro. Lomónaco…):
“En el Parque Hidalgo había grandes laureles y sus avenidas de piso de mármol con bancas para sentarse (no se había hecho el monumento a don Manuel Cepeda Peraza). Cuando oscurecía, debajo de un laurel que daba a la calle 60, se ponía una vieja a vender panuchos en una mesita. ¡Cuántas veces le compré!”.
Pues de esta viejecilla escribieron en sus libros con gran entusiasmo los escritores Ermilo Abreu Gómez y Carlos R. Menéndez, quienes conocieron a Tonicha y dieron fe de sus sabrosos panuchos…
Lo que el viento se llevó…
La Hora del Poeta
Hansel Ortiz Betancourt
A mis queridos muertos
«Réquiem æterman dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis»
(«Concédeles el descanso eterno, Señor, y que brille para ellos la luz perpetua»)
Un día es un tiempo, como cualquier día…
Y de tiempo en tiempo he visto flotar a los muertos
En sus cajas de muertos… vacíos sus cuerpos
Sus miradas quietas, sus sonrisas frías…
La piel transparente…
Donde Dios dormita sin glorias ni prisas…
En quietud inmensa de una tarde impía…
He visto llorar a los muertos…
Con lluvia quemante de Sol y plegaria inmensa…
Rosario enredado en las manos de cuentas de sangre
De una frente rota y un costado abierto…
Son sueños y anhelos de miles de milenios…
Y adivino rictus de amargas sonrisas
Y dulces amores que fueron sus sueños
Y de agrios recuerdos e infinitos rezos…
Porque nunca, ¡nunca!, encontraron eco…
He visto llorar a los muertos…
La volátil huella quedó entre los cierzos
Entre las espinas, entre las angustias
Entre los temores y entre tantos miedos…
Y entre los acasos…
Los tiernos rumores de un sinfín de besos…
(Concluye mañana)