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Joaquín Tamayo

 

 

 

 

 

Hay tantas malas novelas como buenos reportajes. De estos últimos los mejores suelen ser, paradójicamente, aquellos que están escritos con un deseo narrativo. Con voluntad novelística, pues. Esta tradición se remonta a dos siglos antes. No comenzó con la apuesta del nuevo periodismo norteamericano en los años sesenta. Su antecedente viene de mucho antes, a fines del XIX, principios del XX. O más atrás con Daniel Defoe, por ejemplo. Grandes títulos de notables autores se han perdido frente al flujo incontenible y a veces efímero de las novedades editoriales.

En México, la acuciosa investigación de Luis Spota para descubrir la verdadera identidad del escritor B. Traven, en los años cuarenta, se inscribe en esta corriente; el vasto reportaje de José Revueltas acerca del nacimiento del volcán Paricutín sigue siendo un clásico del género. Son obras detalladas, cuyo andamiaje alterna sin obstáculos la descripción de un ambiente, la recreación de los personajes y la distribución estratégica de los datos duros.

El mérito estriba en que el lector jamás se atore o caiga en el tedio cuando deba encarar la información poco atractiva pero necesaria, la cual alimenta el contexto del suceso relatado. Emoción y carga noticiosa en prudente armonía.

En Estados Unidos, el reportero y escritor Peter Maas (1929-2001) practicó esta serie de acciones en distintos libros, particularmente en dos sobre el mismo tema aunque desde diferentes enfoques. De entrada, Las confesiones de Joe Valachi, cuyo vórtice es el descarnado testimonio de un sicario de la mafia italiana durante treinta años. Su símil, en ese caso, podría ser Honrarás a tu padre, de Gay Talese. No obstante, el libro del italiano empatiza con el protagonista Salvatore “Bill” Bonanno, e incluso llega a justificarlo en su papel de consigliere de Joe Bonnano, su padre, el aparente modelo de Los Soprano. De alguna manera, Talese tomó partido y exentó a “Bill” Bonanno de cualquier complicidad dentro de la “Cosa Nostra”. Por supuesto, sin decirlo abiertamente.

Peter Maas tiene otro tratamiento en su método investigativo. Le inquieta el ancestral conflicto del bien y el mal y sus posibles formas de convivencia. A esta postura, le añadió su obsesión por establecer equivalencias y desencuentros entre la ley y la justicia. Luego del asunto Valachi, el periodista había estado en busca de algún acontecimiento que le concediera la oportunidad de explorar esos conceptos.

La descabellada historia de un singular policía, casi un hippie, también de origen italiano llamado Frank Serpico (1936), marcó la pauta para que el reportero se sumergiera en uno de los episodios cuyo dramatismo marcó, en definitiva, un punto de inflexión no solo en el sistema policial de la ciudad de Nueva York, sino de todo Estados Unidos.

Los hechos trascendieron cuando Serpico fue baleado por unos traficantes el 3 de febrero de 1971. Sus compañeros policías fingieron no escuchar sus peticiones de auxilio ni quisieron levantar el informe del ataque del cual fue víctima. Era una secreta venganza, pues Serpico había descubierto la farragosa red de corrupción entre sus colegas y los criminales, con el altísimo grado de contaminación existente en una de las instituciones más combativas y de reputación legendaria.

Serpico simbolizaba un peligro interno, una célula sana en medio de ese organismo putrefacto. La sinceridad de Peter Maas logró acercarlo a este policía, quien se recuperaba de las lesiones sufridas.

Curiosa resulta la técnica narrativa, empleada por el escritor, para desarrollar la objetividad y la mesura desde una voz en primera persona y que, pese a esto, deja a su personaje actuar como figura principal. Las observaciones de Maas, sus ligeras intromisiones, son apenas frases de enlace, párrafos de transición que explican conductas, discretamente, pero sin juicios valorativos.

“En Nueva York, una cálida tarde de septiembre, veo a Frank Serpico, hombre de unos treinta y cinco años, hijo de un zapatero napolitano, dirigiéndose, con la ayuda de un bastón, hacia la entrada de un elegante hotel de Manhattan.”

Así empieza el reportaje novelado que luego retrata a una sociedad entera, a través de un sujeto que se niega a la idea de corromperse y para quien no puede haber confusión entre lo legal y lo ilegal.

En el fondo, Serpico es un libro acerca de alguien que por un momento pensó, con ingenuidad, que la ley y la justicia representaban lo mismo. Su desilusión no creció por pelear contra la delincuencia. Para eso estaba hecho. Su decepción sobrevino al advertir que unos y otros eran iguales. El clímax del suceso fue la etapa del juicio. Frank Serpico dudaba en testificar.

Pero también evocó a la gente, en especial a sus vecinos y conocidos suyos del Greenwich Village, quienes habían cifrado sus esperanzas en él.

Hasta entonces ninguno de ellos se había atrevido a denunciar a la policía: un homosexual aterrorizado por un hombre que solía extorsionarlo o un tendero amenazado por un inspector experto en pedir “mochadas”. Serpico decidió cumplir el precepto por el cual se había convertido en oficial: ayudar a la gente. A la larga, esta pieza es la crónica de un hombre que, persiguiendo la justicia, prescindió de la ley.

La película, que en 1974 dirigió Sidney Lumet y estelarizó Al Pacino, basada en esta obra, tiende a transformar en héroe al policía, a proyectarlo como una figura inmaculada.

En las páginas de Maas, Frank Serpico es un hombre ordinario aunque genuino, alimentado por sus contrastes, por sus dilemas. Más de la vida real, sobre todo ahora, por su permanente activismo. Es un sordo (secuela del disparo recibido) que sigue oyendo las convicciones de su espíritu. Así nos lo entregó Peter Maas. Pero volvemos a lo mismo: el éxito de taquilla de la cinta no hizo justicia a la exhaustiva radiografía del escritor. Después de todo, Hollywood es una industria que dicta su propia ley. La buena literatura, justicia.

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