Ana María Ancona Teigell
“Nunca fuiste pasado, siempre has sido presente”
Ana María Ancona Teigell.
Cuando perdí a mi padre a los 15 años, me sentí totalmente desprotegida, ya no quería saber nada de ese Dios que no aceptó mi vida a cambio de la de él.
No sabía qué hacer, estaba desorientada y perdida, me revelaba ante la ausencia de lo que más amaba; extrañaba su voz, su risa, su olor, el calor de sus brazos, recostarme en su regazo sólo para escuchar el latido de su corazón y sentirme viva. Mis noches se volvieron frías, oscuras, amargas, llenas de dolor y lágrimas que se perdían en la soledad que me embargaba.
Al poco tiempo llegó a casa de mi madre su hermano menor Ricardo Teigell Cea, para mí, un extraño, hacía mucho tiempo que no lo veía. Solo tenía once años cuando partí de mi Salamanca querida para venir a vivir a esta Mérida Blanca. Al entrar por la puerta y mirarme reflejada en sus hermosos ojos verdes, sentí esa comunión de almas que se encuentran y se unen para siempre.
Su sonrisa cautivó mi interior roto, hecho girones; su alegría, bromas, juegos, fueron suavizando mi dolor y mi tristeza. Sus besos, abrazos, caricias, fueron un bálsamo para mi corazón herido de muerte. Comencé a levantarme al salir el sol para encontrarlo sentado en el comedor saboreando un exquisito café, correr hacia él, tirarme a sus brazos y perderme en la ternura de su ser.
El gritaba: ¡Mi pequeña Ana! Y su presencia adorada era la playa donde encontraba esa paz olvidada y esa reconciliación con mi Creador.
Su corazón inmenso como el mar me invadía, me envolvía, me bañaba de emoción y felicidad. En poco tiempo lo comencé a amar, a disfrutar, a sentirlo muy dentro de mí, ya no existía nada que nos pudiera separar.
Me volví su sombra, lo seguía a todas partes, lo buscaba donde quiera que estaba, entrelazaba mi mano con la suya y el la apretaba con fuerza para que sintiera que no estaba sola, ni abandonada. Fue una etapa de mi vida donde las sombras se convirtieron en luz, mi camino lleno de espinas se convirtió en un sendero cuajado de flores de bellos colores y tuve un faro luminoso que guiaba mi embarcación para llegar a puerto seguro dónde podía descansar tranquila y sanar mis heridas.
Las lágrimas derramadas las secaba con la dulzura y ternura de sus manos mientras con suaves palabras calmaba la ansiedad que me invadía al no poder encontrar al padre que tanto amaba.
Quería que se quedara a vivir eternamente en mi casa, que los días no pasaran, detener el tiempo para que no se marchara, oraba y suplicaba que no me dejara. Aunque sabía que su partida llegaría y que se llevaría una parte de mi vida.
Fueron treinta días inolvidables, maravillosos, memorables, que se quedaron grabados por siempre en mi mente y que son uno de mis más hermosos tesoros que me acompañarán hasta el último momento en que de este mundo parta. Recuerdos entrañables, adorables, que permanecen vivos y llenan mi camino de gratitud, sueños y esperanzas.
El es mi amigo, mi cómplice, mi confidente, él está presente en mi música, en una copa de vino, en la pluma con la que escribo, en la belleza de la naturaleza y en todo lo que vivo.
Aunque un continente infinito nos separa porque vive en Murcia, España, entre nosotros no existen fronteras, océanos, barreras, ni murallas, sólo un amor inmenso que siempre me habla, escucho y tengo. El que me susurra por las noches cuando duermo –aquí estoy pequeña, nada temas, yo te cuido y protejo, sueña, pequeña, sueña, que la vida es bella-.
Hoy está aquí conmigo, se hospeda en mi casa que se ha llenado de alegría con su presencia amada. Cada instante, cada segundo que paso con él lo voy guardando en lo profundo del corazón porque ahí es donde mora nuestro amor. El más bello regalo que la vida me ofrendó.
¡Soy tan feliz! Aunque han pasado 47 años sigo siendo la niña que se acurruca entre sus brazos para poderlo sentir. Donde el sueño despierta y me imagino una vez más que se queda conmigo, porque no lo quiero ver partir.
Al despertar bajo corriendo las escaleras y ahí lo encuentro sentado ahora en mi mesa, tomando su café, lo lleno de besos y él acaricia mis cabellos y volvemos a fundirnos en la grandeza de una comunión eterna. Porque nunca ha sido pasado y de mí se ha alejado, porque siempre ha sido presente y yo lo he esperado sabiendo en silencio que él volvería. Porque tenemos una historia de cenas, paseos, calles, lugares divinos que se quedan en el aire que respiramos él ahí, yo aquí, pero como siempre unidos.
Sé que Dios se llevó a mi padre al cielo, pero me dejó su imagen plasmada en este hombre que ha sido, es y será, mi adoración, mi regalo de amor. ¡Gracias Señor!