Yucatán

Joaquín TamayoMemorias de doña Mercedes Duch Colell viuda de Sauri

–La buena compañía…

–¿Cómo?

–Que me preguntaste cuál es la receta para vivir tantos años.

–Sí.

–Esa es: la buena compañía. Yo creo que he llegado a esta edad porque mi esposo me hizo feliz; después mis hijos y mis 19 nietos y mis 24 bisnietos, y los parientes y las amistades… Las amistades también son importantes ¿verdad?

Doña Mercedes Duch Colell viuda de Sauri sonríe con la misma frecuencia con la que suele recordar; es decir, casi a cada rato. Su memoria sin fisuras reconstruye el pasado con asombrosa precisión y trae de vuelta el dato exacto, la imagen justa y el gesto irrepetible de muchos de quienes han compartido con ella su ya larga vida de 103 años.

Lúcida e ingeniosa, ocurrente y de buen humor, nada se le escapa, nada permanece al margen de sus evocaciones; está nublado el día, pero no sus palabras. Ni le pone ni le quita a sus recuerdos, tan es así que no le cuesta ningún esfuerzo iluminar sus antecedentes más remotos:

“Mis padres fueron don Juan Duch i Costa y doña Mercedes Colell i Bernaus. Ellos se conocieron aquí, y aquí se casaron; al poco tiempo se fueron a España. Los dos eran de Cataluña: mi madre, barcelonesa pura, y por eso era muy presumida… ‘Yo soy de Barcelona y tú solo de un pueblo’, le decía a mi padre. Se reía mucho. Mi padre, de la provincia de Tarragona, de un pueblito llamado Rocafort de Queralt”.

Nacida en Mérida, en 1916, doña Mercedes reconoce que su infancia y adolescencia estuvieron llenas de cambios inesperados, viajes repentinos y su corazón dividido entre dos patrias por una guerra. Su hermano menor, el poeta Juan Duch, lo expresó de forma entrañable en un poema autobiográfico:

“Por el mar, camino sin fronteras, de sed y sueños abiertos, por este mar un día llegó aquí, antes de que yo existiera, esta sangre que ahora me recorre las venas y me dice al oído mi origen y mi nombre”.

–De modo que Yucatán fue su destino.

–Sí. Mis padres se casaron acá y luego de un tiempo volvieron a Barcelona. Allá nació su primer hijo, pero después regresaron a México con la idea de establecerse en Mérida. Cuando llegaron a Veracruz se estaba vendiendo una librería, así que mi padre la compró de oportunidad y se quedaron ahí.

Sin embargo mi hermano, que todavía estaba muy pequeño, se enfermó y murió; allá en Veracruz también nacieron sus otros hijos: Elíseo, Delfos y Néstor. En aquella época mi padre siempre viajaba a Yucatán, siempre tuvo conexiones. Nunca dejó de estar en contacto con la gente de acá.

Ya en Mérida tuvieron una niña, que luego murió, y después nací yo. Cuatro años después vino Juan, mi hermano menor; vivíamos entonces en una casa de la calle 65 con 62 y 64. Hay una placa en esa antigua casa. La placa dice que ahí nació mi hermano, el escritor y periodista Juan Duch… Bueno, pasó el tiempo, y cuando yo cumplí seis años regresamos todos a Barcelona.

–Por razones de trabajo o económicas, supongo.

–Pues sí. Mi padre importaba azafrán y aceite. Y nos fuimos a España con el propósito de que mejorara el negocio; vivimos allá quince años. Yo estudié en Barcelona, incluso hice una carrera comercial, pero las cosas cambiaron.

Salimos de España por la Guerra Civil. Era 1936, tuvimos que volver, porque además mis hermanos mayores ya vivían aquí. El caso es que empezó la lucha. Mi padre no podía mantenernos, porque el comercio hacia afuera estaba prohibido. Teníamos muchas necesidades; en Cataluña, además, nos fue peor: Franco prohibió que habláramos en catalán y también prohibió la música. Prohibió la cultura de Cataluña.

–Quería quitarles su identidad.

–Ay, fue una tragedia, nosotros estábamos bien en Barcelona. Me acuerdo de nuestra casa, la cual se quedó puesta como si fuéramos a volver y nunca regresamos. Todos los muebles y nuestras cosas se quedaron ahí. Estaba en las afueras; durante muchos años yo pensé en aquella casa a la que nunca volvimos.

Franco decía: “claro, nunca estuvieron con los rojos”

–Extrañaba aquella casa…

–Me daba tristeza. Una prima mía se fue a vivir a esa casa, pues corríamos el riesgo de que fuese ocupada por extraños. Así que ella se instaló y, pasados los años, mi hermano Delfos, que se casó allá, volvió a nuestra casa. Déjame contarte la historia de mi hermano Delfos…

Él y su esposa vivieron un amor de verdad, estuvieron nueve años separados; nueve años de novios, pero sin verse, solo se escribían cartas. Primero los separó el viaje de mi hermano a Mérida y después la Guerra Civil; se reencontraron cuando mi hermano pudo ir a España para que se casaran.

Ella había sufrido mucho con la guerra; su familia tenía tierras pero Franco se las quitó y los dejó sin nada. Por más que hicieron, Franco no cedió, decía: “Claro, ahora es muy fácil para ustedes decir que nunca estuvieron con los rojos”.

La verdad es que mi cuñada y su familia vivían con miedo, era peligroso tener tierras. No lo pensaron demasiado y un día se fueron a Zaragoza, a territorio rojo, lejos de los falangistas, con unos parientes, a fin de ya no estar en Cataluña. Por suerte, mi hermano la fue a buscar; al término de la guerra regresaron a la casa de Barcelona y ahí vivieron durante todo el franquismo.

–Pero eso ocurrió después ¿no es así?... ¿Qué pasó en 1936?

–Salimos junto con otros refugiados, en el barco “Manhattan”, que nos llevó a Nueva York. De ahí embarcamos en el “Siboney” hasta Progreso; imagínate la diferencia de ciudades. Barcelona era aquella época una ciudad grande, histórica, pero de provincia; Nueva York ya era un lugar muy moderno. Ahí estuvimos unos días, hasta que abordamos el barco que nos trajo a Yucatán; llegamos a Mérida y fuimos a vivir a la casa de la calle 65. Mi hermano Elíseo había hecho sociedad con otro español, quien tenía una farmacia, bueno, una droguería como se les llamaba entonces.

A ese negocio mi padre le puso sus ahorros y llegó a ser la droguería más importante, la mejor de Mérida: la Droguería Duch, todos trabajábamos ahí. Cuando nos empezó a ir bien, se le dio su parte al socio español y entró a la sociedad otro de mis hermanos. La nuestra fue una historia de lucha y superación. Yo también trabajaba con mi familia; primero estuve en la caja y luego en una oficina que pusieron en la casa. Al principio, extrañaba todo de Barcelona: las amistades, los bailes, los parientes que tenía allá.

–¿Cuándo conoció al doctor Humberto Sauri Cisneros?

–Lo conocí en 1943. Mi madre había tenido un problema en las rodillas y Humberto daba consultas cerca de la casa. Él fue a ver a mi mamá y desde ese momento, desde el primer momento, me gustó. Quedé enamorada. Por fortuna, yo también le gusté a él… A mí de joven me encantaba oír música y bailar; a él no mucho, pero congeniamos bien. Fue un noviazgo rápido, pues nos casamos en 1944.

–Fue una vida feliz…

–Muy feliz, sí. Nos casamos y nos fuimos de luna de miel a Chichén Itzá, que en esa época parecía muy lejos. Mis hermanos no quisieron que Humberto manejara el carro, así que nos pusieron un chofer para que nos llevara.

Sin embargo el clima no era bueno, empezó a llover, llovía todo el tiempo, todo el santo día, y Humberto dijo que mejor nos fuéramos a Izamal, donde tenía un amigo. Y ya para terminar, por la tarde, fuimos a Temax, al pueblo de mi esposo, donde su familia nos había preparado una gran cena, una fiesta.

Desde el comienzo del matrimonio nos instalamos aquí, en esta casa de la avenida Colón. Esta zona parecía una hacienda, no había casas, nada más la de enfrente y nosotros; aquí nació nuestro primer hijo, el primer Humberto. Para mi suerte, en mi marido tenía yo todo, pues incluso era mi partero, fue el partero de todos mis hijos.

Una vez ya con el primer bebé la vida iba normal. Muy contentos con nuestro hijo que, de repente, se enfermó. Nada se pudo hacer para salvarlo, fue una profunda pena. Murió muy chico y Humberto ya no quiso vivir aquí. De hecho, nos mudamos a casa de mis padres, en el centro, porque él se resistía a venir acá. No soportaba estar en esta casa; le causaba demasiado dolor y tristeza, hasta que un día hablé con él y le dije que a dónde fuéramos el dolor no se iría.

“Volvamos a nuestra casa”, le pedí. Únicamente el tiempo nos ayudaría a no sufrir tanto la muerte del niño. Por fin lo convencí y regresamos. Desde entonces ya no salimos de este lugar, aquí crecieron nuestros otros cinco hijos: el segundo Humberto (QEPD), Juan Ignacio, Carlos, Enrique y Jorge… Bueno, Humberto nació en casa de mis padres.

De ahí en adelante, la vida de casada fue lo mejor que me pudo haber pasado, a pesar de los sacrificios que uno hace. Mi esposo hacía trabajo en los pueblitos, porque desde que era estudiante había estado en “Henequeneros de Yucatán” y por eso conocía los problemas de la gente: sus enfermedades, sus epidemias.

(En octubre de 1992, el doctor Humberto Sauri Cisneros rememoró, en una charla, sus inicios en la medicina: “Yo trabajé muchos años en el campo, recorrí haciendas y pueblos, tratando de ayudar a la gente… Vi el hambre y muchas enfermedades”.)

(Hijo de don Ignacio Sauri y doña Antonia Cisneros y Conrado, el doctor Sauri nació en Temax en 1912. Huérfano de padre desde muy pequeño, debió continuar sus estudios no con pocos sacrificios. “Gracias a mi hermana Mili y a mi cuñado, Guillermo Ancona, a quien debo mucho de lo que soy, el Gobernador Felipe Carrillo Puerto me dio una beca por 20 pesos mensuales para terminar la primaria en la Escuela “Josefa Ortiz de Domínguez”… Después fui a vivir con mi hermana María Nélida y su esposo José María Aranda, quien tenía la tienda de “El Caimito”. Luego, cuando ellos se fueron a Cansahcab, fui a vivir con mi tía Dita, en la calle 51, y desde ahí me iba yo en autopié [aún no le llamaban patín] hasta la Facultad de Medicina”).

Volver a España

Doña Mercedes Duch suspira larga, lentamente, y luego prosigue: “Humberto fue un médico de vocación, muy generoso, muy sensible. En su consultorio de la calle 67, por el parque de San Juan, atendía a mucha gente humilde, a señoras viejitas a quienes había curado desde que era estudiante. Poco a poco fuimos mejorando; tuvo mejores puestos y muchos pacientes. Pasaron los años y mis hijos crecieron”.

–Y ya no volvió a España…

–Claro que volví. Fuimos en los años sesenta, en 1969. Hicimos un largo viaje de dos meses, mi esposo y yo, cuando cumplimos 25 años de casados. Fue un paseo muy bello; visitamos, además de España, la Unión Soviética, pues mi hermano Juan vivía allí.

Era periodista radicó en Moscú por cinco o seis años; la ciudad más bonita, para mí, fue Leningrado. Unos años antes mi padre también había vuelto de visita a España.

–Él fue con su madre.

–No. Ella no quiso ir, nunca volvió. Yo le pregunté por qué no quería y me contestó: “Ay, sí, voy a volver para que me digan que ya quedé vieja, que me veo mal”. –Pues sí, mamá, ni modo que te digan que te ves joven…

Ya había pasado el tiempo para todos. Ella no lo veía así, como te dije: mi mamá era muy presumida, porque era de Barcelona.

Rodeada de los retratos de sus padres, de su esposo y de su familia entera, así como de los heraldos de los apellidos Sauri y Duch, doña Mercedes espera a comer a uno de sus hijos. Todos los días se reúne a la hora del almuerzo con alguno de ellos.

–Menos los domingos –dice, divertida-, porque comemos en algún restaurante.

Pronto doña Manuela, la señora que le ayuda, viene por ella. Algo comentan, bromean entre sí; doña Mercedes regresa a su recámara en la antigua casa de la avenida Colón. Las puertas se cierran. Cualquiera pensaría que la estancia necesita más luz a pesar de la tarde que llega. No hace falta: el sol de su pasado la ilumina.